Magalí Catino y otros |
Construcción de lazos sociales: procesos de transmisión y formación*
Palabras clave
Formación - transmisión - cultura
La categoría de formación: eje de una mirada pedagógica sobre la construcción del lazo social
El ejercicio de indagar y caracterizar las transformaciones que se producen y construyen en los procesos de transmisión cultural entre generaciones, se constituye en uno de los principales objetivos de nuestra investigación. Esto nos requiere explorar la constitución de espacios y dinámicas formativas y los procesos de producción de sentido de grupos sociales emergentes, en las mismas dinámicas de apropiación del territorio. En el presente trabajo pretendemos avanzar en solo uno de los aspectos que se desprenden del objetivo antes mencionado, esto es, en el aporte de un entramado categorial que nos permita acercarnos a la comprensión de los procesos de transmisión cultural, de los procesos de formación y de la memoria social, en el marco de las transformaciones actuales.
Nos preguntamos y problematizamos por los modos en que los procesos de transmisión cultural y los procesos de formación se construyen y desarrollan situacional y contextualmente, intentando discriminar los arbitrarios culturales que se ponen en juego y que se pretenden instalar como legítimos. Indisociablemente se ponen en juego las relaciones entre generaciones en tanto habilitan o constriñen los territorios del diálogo y por ende de los procesos de conservación y transmisión cultural, que se enmarcan en diversos modos de configuración de las relaciones entre sociedad y estado, y que configuran procesos formativos y formas de relación entre pasado, presente y futuro.
Pensar la lucha por la hegemonía de ciertos arbitrarios solo en términos estructurales y de mera imposición, limita el ejercicio de análisis de una realidad que adquiere definiciones precisas (no por ello estáticas ni únicas), y no permite entenderla en su complejidad, con los múltiples niveles y dimensiones que la constituyen. En este sentido, revalorizamos la conformación y el rol de un sujeto social en tanto no se puede pensar una realidad por fuera de un sujeto que la signifique, que le otorgue sentidos, que la habite, que encarne las tensiones entre aquello que se considera valioso de transmitir (y en ese sentido conservar) y aquello que en ese mismo proceso se transforma. La intencionalidad puesta en juego en las dinámicas de reproducción/transformación da cuenta del carácter político inherente a las prácticas sociales, la construcción del lazo social (el “estar juntos” abordado en otro trabajo) y el componente ético a la hora de definir aquello que “nos es común”, de definir un nosotros y un ellos.
Es por ello que en función de estos procesos de transmisión cultural es fundamental atender la cuestión de la formación de las subjetividades, en tanto entendemos que las mismas son significantes flotantes, sobredeterminados por procesos socioculturales de los que el sujeto es parte. Desde este lugar de definición, los procesos de formación se tornan una categoría importante de recuperar, ya que configuran la subjetividad en tanto experiencia social. La comprensión de los procesos formativos se entiende en tanto procesos abiertos y no determinables. La formación da sentido a una compleja dialéctica ya que conduce al desarrollo personal a la vez que comporta adaptación o crítica social. Desde estas últimas funciones, adquieren su direccionalidad las de conservación y de renovación de la cultura.
La formación entendida como un proceso interno que el sujeto experimenta a partir de sus prácticas cotidianas y a lo largo de su vida, que involucra transformaciones conducentes a mayores niveles de autonomía en los sentidos que adquiere la propia formación (Giles Ferry, 1997), está imbricada con los procesos de constitución y transformación de la subjetividad y con los procesos de transmisión cultural. La capacidad del sujeto de colocarse en y frente al mundo, implica una relación particular con el conocimiento que de esa realidad se tiene, se transmite y se construye, implica un posicionamiento presente en relación a un pasado y con proyección de futuros posibles.
Cabe destacar que no le estamos dando a la realidad un carácter ontológico, de pura externalidad respecto del sujeto, lo cual tiene fuertes implicancias en las formas de entender y abordar el proceso de formación. En este sentido, recuperamos a Hugo Zemelman cuando señala que el hecho de no tener un acceso/conocimiento de la realidad en tanto objeto, no hace que de todas maneras esa realidad no me esté configurando como sujeto. A partir de esta manera de entender la realidad, el autor define al proceso de formación como “el desarrollo de una cierta conciencia a partir de ciertas matrices histórico-culturales, (pero) con la conciencia de que se es parte de esa matriz cultural” (Hugo Zemelman, 1988: 29). Es ineludible, entonces, el análisis sobre cuáles son las lógicas del poder que operan en la configuración de un momento histórico y los relatos que de él se construyen, tanto los que en la lucha por la hegemonía logran instalarse como legítimos, como aquellos que en esa misma articulación operaron como alternativas que, no obstante, siguen configurando desde un lugar de resistencia, espacios y relaciones sociales hacia el interior de los diversos grupos barriales.
Finalmente, queremos destacar que nuestro énfasis en el carácter subjetivo de la formación no implica pensarla meramente como acción individual, sino que apelamos a que en ese proceso el sujeto pueda apropiarse de su cotidianeidad, hacer conciente la configuración de la realidad que lo condiciona en tanto sujeto que pertenece a un colectivo, que se forma junto con otros, reflexiona, comparte espacios, los construye a partir de establecer un nuevo campo de relaciones formativas[1]. Es en este sentido que es preciso entender que el proceso de formación no solo refiere a la posibilidad de constitución del sujeto en todos los planos del quehacer humano sino, centralmente, "porque plantea el reto de las direccionalidades potenciales de la formación, las cuales se han convertido en espacios de confrontación, lucha y hegemonía según las diversas clases sociales, intereses ideológicos y procesos de alienación derivados de las instancias de poder" (Alfonso Lizárraga Bernal, 1998: 161).
Es así que en la transmisión humana al menos encontramos un objeto de la transmisión, un transmisor y alguien a quien se le transmite pero, sobre todo, es lo que se constituye entre sujetos. Territorio del vínculo, del encuentro, pero además y sobre todo de construcción del sujeto, es decir de proceso de la formación humana. Es reconocimiento del otro, entendiendo que no hay sujeto sin reconocimiento mutuo, sin enunciación dirigida, sin palabra, sin lenguaje y por lo tanto no hay lazo social ni sujeto. Así entendidos, los procesos de transmisión y los procesos de formación revisten una gran importancia cultural, comunicacional, pedagógica y política. Es el carácter inherentemente educativo de lo social.
Formación y memoria: pasados presentes, pasados ausentes, futuros posibles
La construcción simbólica del barrio, sus lógicas y diversidad de espacios involucra la enunciación de un pasado con sentido, en una dinámica de recuerdos y olvidos. Si bien existen sitios de memoria, lugares que activan el proceso de significación sobre un tiempo pretérito, en realidad, la memoria es el antimuseo, no es localizable, aparece en fragmentos, en las acciones cotidianas del andar, el comer o el acostarse. Por otra parte, el barrio condensa también los sentidos de una modernidad asumida desde los totalitarismos depredatorios que tienen efectos en la cultura, en el pensamiento y en la figuración del legado. Esta construcción barrial se tensa con los rasgos de una sociedad global en la que se condensan como características la negación de la memoria, la definición de una cultura tecnológica como omniabarcativa y omnipresente y la educación de los sujetos (ciudadanos y trabajadores) en tanto fabricación de seres competentes para la función a la que están destinados en un mundo predecible.
La pregunta que nos hacemos, que anuda la producción de sentido con la dimensión formativa, recorre entre otras cuestiones una pregunta central: ¿cuáles son las formas culturales que el cuerpo social produce, valida y transmite, dónde están y cuáles son los procesos de transformación y de producción de sentido acerca de la vida y del mundo? Este interrogante pone en escena la necesaria revisión de los modos de resolución que asume el problema del traspaso, la cuestión de cuáles son aquellos fragmentos, aquellas marcas sobre las que se configuran las formas identitarias.
En este sentido es que los procesos culturales se constituyen por momentos como procesos educativos, en tanto hacen a la relación sujeto / mundo que lo acoge. La función educativa le permite al sujeto constituirse a sí mismo como sujeto en el mundo, en tanto la transmisión de saberes no se realiza de manera mecánica sino que supone la reconstrucción por parte del sujeto de saberes que va a inscribir en su proyecto de vida y que lo constituirá como sujeto inscripto en un colectivo global que lo contiene y en grupos de pertenencia que se articularán, no sin contradicciones, en el mismo sujeto.
Las particularidades que asumen los procesos de significación en los sujetos, las características de los contextos y el carácter abierto, relacional y contingente de toda estructura social y, por ende, de toda subjetividad, hacen a la especificidad de la formación de los sujetos y a los contenidos y valoraciones sobre lo que se transmite. Es así que la relación educativa se la concibe como un campo incalculable, abierto a las condiciones de sobredeterminación y a su inscripción en los contextos de pertenencia.
En esos procesos de transmisión no basta con analizar los efectos que los relatos tienen sobre los sujetos, en qué sentido los interpelan[2] y los constituyen, sino que además se torna indispensable realizar el esfuerzo por desarrollar una subjetividad reflexiva que tenga conciencia de sí y del mundo (en el sentido de tomar conciencia que trabaja Hugo Zemelman). Esto es, qué legados recibimos y estamos reproduciendo inconcientemente, cuáles otros elegimos conservar, cuáles son los condicionantes históricos de su producción, su lugar e implicancias en el presente, y la visualización de la direccionalidad y potencialidad de nuestras intervenciones. Es en este sentido que comprendemos a la educación como una forma de intervención en el mundo.
Intervención que más allá del conocimiento de los contenidos bien o mal enseñados y/o aprendidos implica tanto esfuerzo de reproducción de la ideología dominante como su desenmascaramiento. La educación nunca fue, es o puede ser neutra, indiferente a cualquiera de estas hipótesis, la de la reproducción de la ideología dominante o la de su refutación (Paulo Freire, 2005: 95).
Entendemos entonces que la función de reproducción sociocultural no debe ser entendida literalmente, nunca es lineal, sino que es condición necesaria para la función de transformación y proyección, y, por lo tanto, de constitución subjetiva. Es en este sentido entonces que se entiende que la función conservadora o reproductiva trabaja sobre el campo cultural que se pone en juego en el proceso de transmisión. Entendemos entonces que la educación es un proceso de enseñanza y de aprendizaje cuya función principal es transmitir/adquirir la cultura y, en ese mismo proceso, en un juego dialéctico, activa dinámicas de creación, de procesos de formación de lo humano, de proyectos de sociedad. Es aquí donde entra a jugar la utopía que, para no caer en utopismo, debe contener una reflexión permanente sobre la tensión que se produce entre esa proyección y los condicionantes reales de la realidad presente (Ricardo Nassif, 1986). Los procesos educativos se definen por su temporalidad, que se vertebra en su doble dimensión individual y social, que, a la vez, hace a su prospectividad. Paulo Freire es quien plantea que la concientización implica a la utopía cuando dice que “lo utópico no es lo irrealizable, no es el idealismo, es la dialectización de los actos de denunciar y anunciar” (1973: 31). De esta manera es que la utopía se plantea como denuncia de la realidad y anuncio de otra nueva. Así entendida, recupera su compromiso histórico y escapa a la producción que la ontologiza en una construcción discursiva, que prescinde del acontecimiento y por lo tanto del sujeto. La utopía involucra la prospectividad a partir del proceso de relectura crítica del mundo, es decir de concebir realidades posibles.
Tanto el sujeto en singular como las comunidades son a partir de un tiempo historizado, de la memoria. La memoria anuda y condensa[3] representaciones de sentido, no como transcripciones acerca de lo real, sino como construcciones portadoras de valor. La memoria no solo tiene que ver con el pasado sino también con la identidad y por lo tanto con el futuro, no es una suma de hechos que deben ser recordados, sino tiempo con sujeto, acontecimiento, experiencia. El acontecimiento permite pensar en algo que ocurre siempre de una manera distinta, que se significa de forma variada dada su situacionalidad; nos aleja de entender a la memoria y lo que se recuerda con un carácter ontológico y nos coloca en la transitividad de lo que está siendo y, por ende, en el terreno de la posibilidad. Es una distancia crítica con el pasado y es una relación emotiva con él y, por lo tanto, involucra ser vaga, fragmentaria, incompleta y tendenciosa. Así, la memoria resitúa datos y acontecimientos dentro de ciertos esquemas que demanda el presente, articulando tiempos y destiempos, acontecimientos que se hacen presentes y otros que eligen olvidarse en pos de la construcción de un relato que anude ciertas significaciones.
La reconfiguración del espacio público y sus usos durante la última dictadura militar, el desmantelamiento del funcionamiento del ferrocarril, la caída del Estado de Bienestar, el cierre de fábricas que sostenían a familias de barrios enteros, son solo algunos de los procesos desatados en los distintos barrios centro de nuestro interés, que han impactado fuertemente en la construcción de los imaginarios y representaciones sociales y que actuaron como elementos disruptivos en los procesos de transmisión, generando reconfiguraciones de los ejes de continuidad en los diferentes relatos. En todos los casos el impacto es individual y colectivo, material y simbólico, pero también afectivo y emocional, y hace necesaria la creación de nuevas maneras de narrar el presente en relación al pasado, así como reconfigura las posibilidades de proyección de futuro, redefiniendo de manera trabajosa y creativa nuevos lazos sociales.
Cuando la memoria trasciende al individuo para retomar hechos del pasado significativos para una sociedad se convierte en memoria social. Esta es entendida como una especie de crítica y práctica que permite otorgar significado en lugar de descubrirlo, escribir la historia en lugar de recibirla, y reconocer que aprendemos a recordar de formas distintas. La memoria social, como señala Henry Giroux (1994), no es meramente una respuesta desconstructiva a la historia tratada como monumental e invariable, sino que también es una reacción que señala los peligros que supone vivir en una época en la que los procesos de materialización, acomodación, uniformidad cultural y burocratización aceleran las condiciones para que la gente no recuerde la historia o no lo preste ninguna atención. La memoria social debe ser entendida como parte de un lenguaje de la vida pública que fomenta un continuo diálogo entre el pasado, el presente y el futuro. Es por ello que las tradiciones no son recuperadas tanto por su valor de verdad sino porque permiten a los sujetos habitar y ampliar las posibilidades humanas. Es decir que las mismas ponen de manifiesto que la memoria no es reificación del pasado que entroniza la historia, sino recuperación y puesta en juego de recuerdos formados por diferencias, luchas y esperanzas, revalorizando lo parcial y específico del acontecimiento.
En este sentido, recuperamos la relevancia de la memoria en un sentido pedagógico en tanto las subjetividades se forman anamnéticamente. La formación anamnética consiste, en darse cuenta de que “no hay una verdadera realidad o posibilidad de justicia sin restitución de lo que ha tenido lugar. La subjetividad entonces se convierte en subjetividad humana, cuando el sujeto es capaz de orientar y decidir cómo debe ser su vida, pero también y fundamentalmente cuando puede dar cuenta de la vida del otro, de su sufrimiento y de su muerte” (Joan Carles Mèlich, 2000: 20).
Si las coordenadas del proyecto cultural hoy son las de la contingencia, las transformaciones, es necesario enfocar también qué es lo conservable. Rastrear el lazo, cómo juegan las fuerzas de encuentro–desencuentro en la figuración de un legado, cómo y en qué se dan las relaciones intergeneracionales. Es allí donde identificamos la politicidad de la educación en “esta vocación que ella tiene, como acción específicamente humana, de “remitirse” a sueños, ideales, utopías y objetivos” (Paulo Freire, 2005: 107).
Bibliografía
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FREIRE, Paulo. Concientización. Teoría y práctica de la liberación, Bogotá. Asociación de Publicaciones Educativas, 1974.
__________ Pedagogía de la Autonomía: saberes necesarios para la práctica educativa, 1º Ed., 3º Reimp., Buenos Aires, Ediciones Siglo XXI, 2005.
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LIZÁRRAGA BERNAL, A. “Formación humana y construcción social: una visión desde la epistemología crítica”, en Revista de Tecnología Educativa, Vol. XIII, N” 2, Santiago, 1998.
MELICH, J. C. La educación como acontecimiento ético, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2000.
NASSIF, R. (1986), Teoría de la educación, Madrid, Cincel-Kapelusz, 1986.
__________ Teoría de la educación, Cincel-Kapelusz, Madrid, 1986.
ZEMELMAN, H. Conversaciones didácticas, Neuquén, Universidad del Comahue, 1998.
[1] Por otra parte, no queremos dejar de señalar que la relación entre la formación subjetiva individual y la de la historia colectiva es compleja y contradictoria. Mientras que las identidades personales se articulan siempre con la historia colectiva de un grupo, la especificidad de la experiencia personal no se refleja mecánicamente en el mismo, así como las identidades colectivas no se pueden reducir a la suma de las experiencias de los individuos.
[2] Los procesos de adquisición de la cultura como campo de significación ocurren “a partir de una práctica de interpelación el agente se constituye como un sujeto activo incorporando de dicha interpelación algún nuevo contenido valorativo, conductual o conceptual que modifique su práctica cotidiana en términos de una transformación radical o de una reafirmación más fundamentada.” (Rosa Nidia Buenfil Burgos 1992).
[3] Estas prácticas de anudamiento o condensación no son unas y para siempre, sino que se constituyen en una fijación temporaria, y no pueden entenderse como tales sino en relación al desplazamiento, que permite la movilidad de significados.
* Comunicación y vecindad: memorias de la sociabilidad en barrios de