Adela Ruiz




El papel de las instituciones sociales en los procesos de construcción identitaria*



El homo sapiens es siempre,
y en la misma medida, homo socius.
Emile Durkheim
Las Formas elementales de
la vida religiosa, 1968.

Contenido
La Identidad como Distinguibilidad
Identidad y Contexto Social
El Orden Social, un Producto Humano
El Lugar de las Instituciones
Por qué la Escuela, la Familia y el Trabajo
Notas

La pregunta por la identidad, que no es otra cosa que la pregunta por quiénes somos y a partir de ese trasfondo por quién soy, es probablemente uno de los interrogantes más antiguos que el hombre ha intentado, e intenta, responder. No obstante, y pese a que la reflexión teórica no es nueva, y puede invocar en su provecho una respetable tradición, es en las últimas décadas que la problemática de la identidad social ha despertado, en tanto objeto de estudio, un súbito interés dentro del campo de la teoría social.

Pero naturalmente, no es el hecho de que se haya convertido en un concepto novedoso y emblemático dentro las ciencias sociales contemporáneas lo que justifica su elección en esta investigación(1); como así tampoco la utilidad meramente descriptiva que le atribuyen numerosos autores para quienes el problema de la identidad constituye, centralmente, un nuevo objeto de investigación. Muy por el contrario, la elección se sustenta en la certera convicción de que la teoría de la identidad es uno de los caminos que mejor permite entender mejor la acción humana y la interacción social en la medida en que es a partir de ella que los agentes sociales ordenan sus preferencias y escogen, en consecuencia, ciertas alternativas de acción en detrimento de otras. Dicho de otro modo, haber optado por este concepto como modo de abordar ciertos aspectos de la vida social se debe a que esta noción no sólo permite comprender, dar sentido y reconocer una acción, sino también explicarla(2).

Ahora bien, dado que el abordaje de las identidades puede realizarse tomando como referencia una variada gama de perspectivas –es así como se analiza la identidad racial, la identidad genética, la identidad étnica, la identidad cultural, la identidad popular y la identidad nacional, por nombrar al menos las principales-, es que resulta necesario explicitar por qué en este estudio se ha construido la mirada sobre la identidad en función de ciertas instituciones que se consideran propias de la modernidad y en algunos de los valores que estas encierran o, al menos, suponen.

Sin utilizar este espacio para realizar un desarrollo pormenorizado de la noción de identidad(3), y de las diferentes producciones teóricas que han abordado esta problemática, se presentarán sólo algunos de los rasgos que hacen a este concepto para así profundizar en el papel y en el grado de injerencia que, en los procesos de construcción identitaria, asumen las instituciones sociales que, en los diferentes momentos históricos, caracterizan el contexto cultural en que los agentes sociales se forman y configuran su yo humano. Asimismo, se expondrán las razones que motivaron la elección de tres de las instituciones que, se ha considerado, actuaron como fundadoras y performadoras de la modernidad: la escuela, la familia y el trabajo; las mismas instituciones que, en consecuencia, actúan como ejes estructuradores de las exploraciones de campo(4).

La Identidad como Distinguibilidad

Probablemente, la vía más apropiada para adentrarse en la problemática de la identidad resida en la idea de distinguibilidad. En efecto, la identidad se atribuye siempre en primera instancia a una unidad distinguible –cualquiera sea ésta- y se presenta como un predicado que tiene una función particular: “distinguir como tal a una cosa u objeto particular de los demás de su misma especie”(5). Tal distinguibilidad, a su vez, puede significar tanto la permanencia de las características de uno mismo con relación a sí mismo, como la exacta semejanza de las características de uno mismo con respecto a las de otro.(6)

Lo que interesa rescatar de esta consideración es que, en el primer caso, la identidad de uno se constituye a diferencia de los otros, puesto que implica todo aquello que los demás no comparten; en el segundo, en cambio, es lo que uno tiene en común con otros, es decir, aquello que todos comparten. Lo que no puede suceder al atender a esta diferenciación es que se asuma a la identidad como lo que algo es en sí mismo, a manera de esencia inmutable, absoluta y eterna. Como así tampoco, llamar identidad a unas cuantas diferencias con respecto a los demás, haciendo a un lado las semejanzas que indefectiblemente se comparten con otros.

En otras palabras, lo que es necesario contemplar al momento de definir o conceptualizar una identidad concreta –cualquiera sea ésta- es tanto a la presencia de aspectos particulares como de aspectos comunes; es decir, al hecho de que en ella conviven tanto elementos individuales y singulares, como elementos presentes en más de un grupo o colectivo social.

Lo esbozado anteriormente sobre lo que supone la distinguibilidad en la conceptualización de las identidades, conduce a una salvedad que tampoco es posible perder de vista: en ningún caso resulta lo mismo considerar la distinguibilidad de las cosas que la de las personas. Mientras que las primeras son definidas, categorizadas y nombradas a partir de los rasgos objetivos que puede distinguir el observador externo, en el caso de las personas esta distinción también necesita ser reconocida por los demás. Este reconocimiento, que se produce en contextos de interacción y de comunicación, es lo que determina que las personas posean lo que se denomina en tanto identidad cualitativa; es decir, una identidad “que se forma, mantiene y manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación social”(7).

Las implicancias que conlleva esta diferencia quedan a la vista. Por un lado, obliga a considerar que en las personas la identidad supone siempre una dimensión subjetiva que los actores sociales predican como atributo de sí mismos. Esto significa que la misma no puede ser reducida al conjunto de datos objetivos o rasgos culturales, pasibles de ser inventariados por un observador externo; por el contrario, cada identidad es producto de una selección subjetiva que, al transformar datos en valores, tal vez sólo en parte coincida con lo que el sujeto efectivamente es. Incluso, en la medida en que funciona como una suerte de super-ego idealizado, un actor social podrá invocar como definitorios de su identidad “rasgos culturales objetivamente inexistentes y hasta tradiciones inventadas”(8).

Y al mismo tiempo, esta subjetividad reflexiva de la identidad supone una dimensión intersubjetiva; es decir, constituye una auto-identificación que emerge y se afirma sólo en la medida en que se confronta con otras identidades en el proceso de interacción social. De allí que no sea únicamente un atributo o propiedad intrínseca del sujeto sino que tenga un carácter intersubjetivo y relacional que es resultado de la interacción cotidiana con otros.

En definitiva, lo que esta caracterización pone de manifiesto es que al tomar a la identidad como objeto de estudio, y más allá del plano que se decida considerar –físico, biológico, psicológico o antroposocial, entre otros-, no debe perderse de vista que la identidad concreta es siempre una abstracción sincrónica, resultado de diferenciaciones pasadas y sujeta a diferenciaciones ulteriores. Por esto, así como la pretensión de esencialidad intrínseca no pasa de ser una ilusión carente de correspondencia con las características reales de lo identificado, tampoco tiene sentido concebir una identidad sustancial, cuando sólo hay conjuntos múltiples de elementos que forman síntesis -más o menos establemente organizadas-, y cuyo ser depende de las interacciones. De hacer a un lado esta cuestión, dando primacía a una estructura invariante, lo que se estaría perdiendo es el movimiento de lo real y el permanente estado de proceso, que hace de la identidad un estado transitorio o, lo que es lo mismo, el resultado de una génesis.

Identidad y Contexto Social

Como se señalara anteriormente, definir a la identidad como una construcción interactiva, como una distinguibilidad cualitativa que se afirma y reconoce intersubjetivamente, implica que las identidades –sean personales o colectivas- requieren, como condición de posibilidad, contextos de interacción y comunicación social.

Esta continuidad de las relaciones sociales que supone la identidad de cualquier individuo puede establecerse tanto con sus interlocutores próximos –es decir con aquellos que forman parte de su sociabilidad cotidiana- como con aquellos individuos más lejanos, con los que le resultan desconocidos y anónimos. En ambos casos, este compartir un mundo común con otros individuos, pone en evidencia que uno de los principales elementos que actúa como condicionante de la identidad es la estructura o contexto social en que ésta se desenvuelve.

De lo dicho, se desprende que de acuerdo a la proximidad que tengan respecto de un individuo, estos contextos pueden distinguirse en dos grandes grupos. Por un lado, y concibiendo a la sociedad desde la perspectiva endógena(9) de los agentes que participan en ella, se encuentra el contexto social inmediato constituido por los mundos familiares de la vida ordinaria. Estos “mundos de la vida”, que son conocidos por los actores sociales desde adentro -no como objeto de interés teórico, sino con fines prácticos-, son los que permiten a los sujetos administrar su identidad y sus diferencias proporcionándoles un marco cognitivo y normativo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias. De allí que se postule que existe una relación de determinación recíproca entre la estabilidad relativa de los mundos de la vida y la identidad de los actores que inscriben en ellos sus acciones.

Pero esta sola perspectiva no alcanza para agotar todas las dimensiones posibles de la sociedad. Estas interacciones sociales próximas y cotidianas no se producen en el vacío sino que se hallan recubiertas, sobre todo en las sociedades modernas, por una organización exógena que confía a instituciones especializadas la producción y mantenimiento de los contextos de interacción estables.

En otras palabras, los mundos compartidos sobre la base de las interacciones prácticas que sostienen los agentes en su vida ordinaria se desenvuelven en el marco de diversos “campos” diferenciados que constituyen a la sociedad en tanto sistema, estructura o espacio social. Tal es el caso del derecho, la ciencia, la educación, el arte, la política, los medios, etc. Así, el conocimiento del mundo cotidiano, que como tal se da por descontado, se desarrolla sobre un trasfondo de representaciones sociales compartidas, de tradiciones culturales y esquemas de percepción, interpretación y evaluación propios del lugar que ocupa en el espacio social.

De este modo, se observa que la identidad constituye tanto la representación que los agentes –tanto individuales como colectivos- tienen de su posición en el espacio social, como la representación que tienen de su relación con otros agentes –individuales o colectivos- que ocupan su misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio.

El Orden Social, un Producto Humano

El hombre, a diferencia de lo que sucede con el resto de los animales no humanos, carece de una naturaleza establecida biológicamente, de allí que las relaciones que mantiene con su ambiente –cualquiera sea éste-, no se encuentren predeterminadas o estructuradas por el capital biológico propio de su especie. Desde su nacimiento, y hasta alcanzar el desarrollo completo de su organismo, el ser humano interactúa simultáneamente con un ámbito natural determinado y con un orden cultural y social específico que es mediado, especialmente en los primeros años de vida, por los “otros significantes”(10) a cuyo cargo se encuentra.

Si bien durante todo el transcurso de su existencia, no sólo el desarrollo de su organismo sino de gran parte de su ser está sujeto a una continua interferencia socialmente determinada, este primer período resulta de vital importancia puesto que, además de desarrollar su plena interrelación con el ambiente, el organismo humano forma –condicionado por las estructuras socio-culturales- su yo humano(11). Es decir, mientras que “los presupuestos genéticos del yo se dan al nacer” no sucede lo mismo con el yo que más tarde “se experimenta como identidad reconocible subjetiva y objetivamente”(12). En otras palabras, es por el hecho de que sean los procesos sociales los que producen el yo en su forma particular y culturalmente relativa es que ni éste ni el organismo pueden entenderse adecuadamente si se los separa del contexto social particular en que se formaron.

Nos atrevemos en este punto a hacer una salvedad que permite recuperar una de las principales razones que actuaron como delineadoras del problema de investigación del estudio en que se enmarca este trabajo. Lo afirmado en el párrafo anterior es lo que justifica, por un lado, el hecho de que se haya considerado como objeto empírico de abordaje a aquellos sujetos nacidos durante el transcurso de la década del ‛70 -en tanto agentes que compartieron un similar contexto socio-cultural de formación-; por otro, que se haya asumido a las (o a ciertas) instituciones sociales –y al rol que estas desempeñan en la aparición, subsistencia y transmisión de un orden social y cultural específico- como uno de los aspectos centrales donde anclar el análisis del proceso de construcción identitaria de dichos sujetos.

Ahora bien -y retomando lo anterior-, lo que puede afirmarse es que por su propia naturaleza, el hombre carece de los medios biológicos que resultan necesarios para proporcionar estabilidad a su comportamiento humano por tanto, el hecho de que su existencia se desarrolle empíricamente en un contexto de orden, dirección y estabilidad, lleva a sindicar la innegable naturaleza social de este contexto. Dicho de otro modo, el orden social no se da biológicamente ni deriva de datos biológicos; es decir, no está en la “naturaleza de las cosas” y no puede derivar de las “leyes de la naturaleza”. Por el contrario, es un producto humano, una producción humana constante, tanto por su génesis –es resultado de la actividad humana-, como por su existencia en cualquier momento del tiempo –sólo existe en la medida en que la actividad humana siga produciéndolo-(13).

Sin embargo, y aunque este orden no derive de datos biológicos, la necesidad del orden social en cuanto tal sí surge de su aparato biológico, es decir, de la inestabilidad inherente al organismo humano que exige como imperativo que el hombre mismo proporcione un contorno estable a su comportamiento. Se observa, pues, que son estos hechos biológicos los que sirven como presupuesto necesario para la producción del orden social.

A fin de comprender cómo surge, subsiste y se transmite, en el marco de una sociedad, un determinado orden social, se analizan a continuación las distintas etapas que asume este proceso.

El Lugar de las Instituciones

El análisis de las actividades humanas pone de manifiesto que las mismas están sujetas a la habituación; eso significa que la acción de que se trata “puede volver a ejecutarse de la misma manera y con idéntica economía de esfuerzos”(14) pero sin que esto implique que las mismas pierdan el significado que tienen para el individuo. Lo que sí sucede es que estos significados llegan a incrustarse, en tanto rutinas, en su depósito general de conocimientos quedando a su alcance para proyectos futuros. Es por ende esta habituación la que permite a los sujetos restringir las opciones y volver a definir de nuevo situaciones que ya se le han presentado.

Son estos procesos de habituación los que anteceden a toda institucionalización. Dicho de otro modo, la institucionalización aparece cada vez que se da una “tipificación recíproca de acciones habitualizadas por tipos de actores”(15). Es decir, toda tipificación de esta clase es una institución.

Ahora bien, todas las instituciones implican, al mismo tiempo, historicidad y control. Por esto es imposible comprender adecuadamente qué es una institución si no se comprende el proceso histórico en que se produjo. Paralelamente, y por el mismo hecho de existir, las instituciones controlan el comportamiento humano estableciendo pautas definidas de antemano lo que permite canalizar la acción en una dirección determinada en oposición a las muchas otras que podrían darse, al menos teóricamente.

Ahora bien, las instituciones se manifiestan generalmente –por no decir en todos los casos- en colectividades que abarcan grandes cantidades de gente. Es decir, si bien gran parte de las acciones que se repiten una o más veces tienden a habitualizarse en cierto grado, para que se produzca la clase de tipificación recíproca a la que se alude “debe existir una situación social continua en la que las acciones habitualizadas de dos o más individuos se entrelacen”(16).

Esta continuidad, que se refiere a la transmisión del mundo social de unos individuos a otros, es lo que permite el perfeccionamiento del mundo institucional. Y esto sucede pues, al adquirir historicidad, estas formaciones adquieren una de sus características esenciales: la objetividad. Es a partir de esta cualidad que las instituciones pasan a ser experimentadas por los individuos como existentes por encima y más allá de los sujetos que, en ese momento, se encuentran encarnándolas.

De este modo, las instituciones se presentan a los individuos como un hecho externo y coercitivo(17) y la objetividad de todo el mundo institucional se endurece, tornándose aún más espesa. Es así, como logra firmeza en la conciencia y, para los que nacen inmersos en él, se transforma –es decir, es incorporado- como el mudo. Es por esto que puede entenderse por qué para los hijos, el mundo que les han transmitido sus padres se presenta como un mundo objetivo que, en numerosos aspectos, resulta muy poco transparente.

Por qué la Escuela, la Familia y el Trabajo

Retomando lo expuesto hasta el momento es posible afirmar que, sin duda, la sociedad es un producto humano, pero que este producto humano se objetiva ante los individuos a partir del proceso de externalización y transmisión histórica. Frente a esto, lo que es preciso resaltar -y que también se desprende de lo anterior-, es que la realidad objetiva de las instituciones no desaparece, ni pierde fuerza, por el hecho de que los individuos no comprendan el propósito, modo de operar o razón de ser las mismas, y si esto se produce es por el simple hecho de que no fueron partícipes de su proceso de conformación.

Ahora bien, aunque la institucionalización puede producirse en cualquier zona de comportamiento de relevancia colectiva, no todas las instituciones tienen la misma influencia ni condicionan de la misma manera la vida de los actores sociales. De allí que, al momento de seleccionar aquellas instituciones en función de las cuales se analizará el proceso de construcción de identidades que llevan a cabo los jóvenes argentinos en la actualidad, se contemplaron aquellas que tuvieran una relevancia común a todos los integrantes de la sociedad. Esta decisión, que implicó hacer a un lado aquellas áreas vinculadas con comportamientos a las que sólo se vieran afectados algunos de ellos, justifica el que se haya optado por la escuela -extendiendo el valor de la educación a procesos de formación superior-, la familia y el trabajo.

Es decir, desde diversas corrientes y perspectivas de análisis, se acepta que todas las formas institucionales por las que se debe pasar hoy en día para comprender la vida social –trabajo asalariado, formas de organización política, sistemas de educación, medios de comunicación, etc.-, desempeñan en todo el mundo un papel cada vez más importante. No obstante, y lo que se ha asumido en tanto premisa de trabajo, es que el mundo moderno sólo se presta a observación si se respeta “la condición de poder aislar en él unidades de observación que los métodos de análisis sean capaces de manejar”(18).

Esto, que se entiende en tanto investigación de la contemporaneidad cercana, supone aceptar que las sociedades no constituyen nunca totalidades acabadas y que los individuos no son nunca lo suficientemente simples como para no situarse con respecto al orden que les da un lugar; es decir, “no expresan la totalidad sino desde un cierto ángulo” (19). Dicho de otro modo, enfocar la mirada sobre los procesos de construcción identitaria desde la perspectiva que brindan estas instituciones manifiesta un interés por penetrar en una de las tres esferas que la ideología liberal consideró e instituyó como central del proceso social(20). A lo que se hace referencia, y sobre lo que pretende indagarse, pues, es lo que concierne a la esfera personal y es en torno a este ámbito, que resulta ser relacionado con las tares de la vida diaria –y que se traduce principalmente en lo que respecta a la familia- sobre lo que gira el presente trabajo de investigación.

Notas    
* Este trabajo se enmarca en el Proyecto de Investigación: “Los jóvenes y la construcción de nuevas identidades frente a la crisis de los valores e instituciones propios de la modernidad”, que lleva a cabo la Lic. María Adela Ruiz, durante el período 2002-2004, bajo la dirección de la Lic. María Cristina Mata y la codirección de la Mg. Florencia Saintout, en el programa de Becas de Iniciación a la Investigación Científica de la Universidad Nacional de La Plata.
 1 Al momento de circunscribir el objeto de investigación de este trabajo, que toma como objeto empírico de análisis a aquellos jóvenes nacidos en el transcurso de la década del setenta, se adoptó como propósito de indagación establecer la incidencia que las transformaciones que tuvieron lugar durante el último cuarto del siglo XX ejercieron, y ejercen, en sus procesos de construcción identitaria.
2 La función explicativa que encierra la noción de identidad ha sido abordada en RUIZ, Adela. “La noción de identidad. Un camino para explicar la acción”, artículo publicado en la revista digital Question, Periodismo y Comunicación, editada por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. www.perio.unlp.edu.ar/question, agosto de 2003.
3 Dicho desarrollo, que constituyó uno de los primeros pasos en la elaboración del marco teórico de la citada investigación, ha sido consignado en RUIZ, Adela. Op. Cit.
4 Asumiendo una metodología de tipo cualitativo, la técnica de exploración a partir de la cual se realizó la primera etapa de investigación de campo estuvo dada por la entrevistas enfocadas; es decir, entrevistas que sin perder su flexibilidad fueron definidas conceptualmente en torno a estos tres ejes. Por esto, más que haber utilizado un cuestionario estructurado sobre los temas de interés, lo que se buscó fue que los diferentes entrevistados discurrieran, desde su experiencia, por los tópicos que con ellos se deseaba profundizar.
5 HABERMAS, Jürgen. Teoría de la acción comunicativa, Vol. II, Taurus, Madrid, 1987, p. 145.
6 Esta diferenciación semántica es desarrollada por GÓMEZ GARCÍA, Pedro. “Las desilusiones de la identidad. La etnia como seudoconcepto” en Las Ilusiones de la Identidad, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000.
7 HABERMAS, Jürgen. Op. Cit.
8 GIMÉNEZ, Gilberto. “La identidad social o el retorno del sujeto en sociología”, ponencia presentada en el III Coloquio Paul Kirchhoff, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas y en la Revista Versión, Nº 2, abril 1992, p. 187.
9 Este análisis es tomado de GIMÉNEZ, Gilberto. “Materiales para una teoría de las identidades sociales”, en Revista Frontera Norte, Vol. 9, Nº 18, julio-diciembre de 1997, p. 22.
10 MEAD, Herbert. Espíritu, persona y sociedad, Paidós, Bs. As., 1984.
11 Este punto se halla explicado en la teoría social de Herbert Mead sobre la génesis social del yo. MEAD, Herbert. Op. Cit.
12 BERGER, P. y LUCKMANN, T. La construcción social de la realidad, Amorrortu editores, Bs. As., 2001, p. 70.
13 Idem, p. 73.
14 Idem, p. 74.
15 Idem, p. 76.
16 Idem, p. 79.
17 Esto remite a la idea de coseidad de DURKHEIM, y es lo que vendría a determinar que las formaciones originales sean experimentadas, o se vuelvan, “hechos sociales”.
18 AUGÉ, Marc. Los “no lugares”. Espacio del anonimato, una antropología de la sobremodernidad, Editorial Gedisa, Barcelona, 1995, p. 13.
19 Idem, p. 24.
20 Al analizar el proceso de surgimiento de las ciencias sociales WALLERSTEIN señala que las tres esferas que resultaron fundamentales para la ideología liberal fueron la relacionada con el mercado, el estado y la personal. WALLERSTEIN, Immanuel. Impensar las ciencias sociales. Límites de los paradigmas decimonónicos, Siglo Veintiuno Editores, México, 1998, p. 22.