Luciano Sanguinetti y Gabriel Lamanna |
Las nuevas tecnologías y la cultura*
Apuntes sobre nuestra memoria tecnológica
LUCIANO SANGUINETTI
¿Sueñan los androides?, se preguntó Rick Deckard.
Contenido
Ni el huevo ni la gallina
La invención de Morel
Las experiencias de las tecnologías
Los modos de estar juntos
No hay conclusión posible
Bibliografía
Notas
La relación entre las nuevas tecnologías y la cultura viene acaparando desde hace algunos años el centro de las reflexiones de la sociología, la filosofía, la antropología, la comunicación y, en general, del conjunto de las ciencias sociales. La preocupación por sus consecuencias obsesiona a estas disciplinas que, finalmente, tratan de pensar al hombre y la sociedad. Un sujeto humano y una sociedad que hoy, indefectiblemente, están atravesados por estas mediaciones tecnológicas. En América Latina se consumen 500.000 horas anuales de televisión, el consumo promedio de televisión de un ciudadano norteamericano es de 4/5 horas diarias. Según el Anuario de Indicadores Culturales, el parque acumulado de computadoras en la Argentina es de 2.500.000 de unidades, hay más de 8.000.000 de líneas fijas de acceso telefónico y una cantidad ligeramente menor de líneas móviles. Por su parte, la proyección de usuarios de Internet en la Argentina alcanzará el año próximo los 5.000.000 de personas.
Estos datos, y muchos otros que se podrían agregar, demuestran la fuerza de la impronta tecnológica en la vida social, impronta que no hará más que aumentar en la primera década del siglo. A partir de constatar este dato inexorable, me propongo reflexionar aquí sobre algunas cuestiones que han estado alrededor del tema nuevas tecnologías y cultura. La primera remite ya a una polémica clásica, la de si las tecnologías son el factor determinante de las transformaciones sociales. La segunda es la que surge de preguntarnos si la perspectiva sociológica es la única que nos permite pensar estos procesos; y me permito aventurar aquí que la ficción ya ha planteado algunos de los temas centrales que hoy nuclean a las ciencias sociales en su conjunto, y que hay mucho por explorar en aquel territorio. En la tercera señalaré, más en una línea prospectiva de la construcción de una agenda, lo que a mi entender son los aspectos más significativos de esta problemática, y sobre los que habría que seguir investigando. Finalmente, intentaré ensayar una perspectiva de análisis sociocultural de la tecnología desde la experiencia y la memoria. En este caso, más como esbozo de una investigación posible que como conclusión. Parto de la premisa que sólo así, es decir, a partir de vincular las tecnologías con la vida, la primera no alcance las dimensiones omnipresentes que parecieran asfixiar a la segunda.
Ni el huevo ni la gallina
Sin dudarlo, de la imprenta al ferrocarril, del telégrafo a la telefonía o a la radio, de la fotografía al cine, para después alcanzar la televisión, de los cables submarinos a los satélites, de los teletipos a las pantallas de la computadora, todas estas técnicas han transformado irremediablemente el mapa de la vida humana en forma profunda, extensa, vertiginosa. Tan acelerado ha sido el cambio que algunos pensadores ven en la misma aceleración el signo de la nueva era. Velocidad en el traslado de bienes materiales y simbólicos, velocidad en el consumo de objetos y de costumbres, velocidad en el aprendizaje, velocidad en la producción, velocidad en las interacciones humanas.
Para dimensionar acabadamente la vertiginosidad de los cambios ocurridos durante el siglo XX, hay que recordar que si de la escritura alfabética a la imprenta transcurrieron aproximadamente tres mil años, del cine a la televisión apenas treinta, y de la televisión a las computadoras diez o quince. Pero si sólo pensamos en lo que ocurrió con la red de Internet, nada debería ya asombrarnos. Fue apenas un 29 de octubre de 1969 que un grupo de científicos en la Universidad de California estableció el primer enlace entre la computadora de la UCLA y otra del Stanford Research Institute. Pasaron menos de treinta años para que aquella red que imaginaron los científicos del Proyecto ARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada), cuyo financiamiento provino del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, alcanzara las dimensiones globales actuales. Ninguno de aquellos investigadores imaginó el crecimiento exponencial de una red que tenía como fin prioritario enlazar a las universidades, y mucho menos sus usos comerciales contemporáneos. Sin embargo, podemos encontrar paradójicamente cierta correspondencia entre el imaginario libertario de los sixties que reflejaba las posibilidades de comunicación multidireccional de la técnica y los rasgos complejos de la economía global.
Indudablemente debemos reconocer hoy, ya en pleno siglo XXI, que la cultura es constantemente transformada por las nuevas formas de comunicación, por nuevas técnicas y por nuevas relaciones. A partir de estos cambios, lo que adquiere un nuevo significado es que el modo en que damos sentido a la vida cotidiana es cada vez más exiguo; apenas logramos comprender estos procesos, y nos adaptarnos a ellos, otros nuevos tienen lugar, y los recientes cambios comienzan a ser ya parte del pasado. De ahí que el ensayista norteamericano Marshall Berman (1991), haya observado que si algo caracteriza a nuestra modernidad es la velocidad de obsolescencia de las cosas. Parafraseando a Marx: “Todo se evapora en el aire”, incluso aquello que creíamos más sólido, como el estado, la familia, el individuo.
Sin embargo, la imagen omnipresente de las tecnologías como una máquina todopoderosa, al estilo del film de Stanley Kubrik, no es demasiado ajustada a la realidad. Como lo demostró el pensador inglés Raymond Williams (1984), las tecnologías no determinan en sí mismas, o mejor dicho, las posibilidades técnicas que inauguran los descubrimientos científicos, no determinan en sí a las tecnologías. Recordemos sino el caso de la radio, como lo hacia el propio Williams.
Es cierto que la radio nació del descubrimiento científico de las ondas de radio que realizó Hertz a partir de los elementos que permitían la inducción eléctrica. De ahí que muchos científicos y aficionados comenzaron a experimentar con la transmisión y en menos de veinte años después se demostró que era posible realizarla a largas distancias. Estos experimentos estaban relacionados con la posibilidad o la necesidad de contar con un sistema auxiliar, o que sustituyera, al telégrafo alámbrico o al teléfono, que permitiera trasmitir mensajes individuales a grandes distancias o a lugares donde por razones físicas los alambres no podían llegar. Cuando estos experimentos fueron perfeccionándose y la posibilidad práctica de hacerlo se probó, las compañías telefónicas y telegráficas y las instituciones militares se interesaron. A partir del aporte económico de estos sectores hubo un importante desarrollo de investigaciones, y paralelamente las actividades de los radioaficionados o de la experimentación radiofónica continuaron. Como concluye Williams: “Nada en la tecnología misma señalaba en ninguna otra dirección”.
Sin embargo, en una dimensión social mucho más amplia, se venía desarrollando una demanda muy fuerte de nuevos artefactos para la vida del hogar. La urbanización acelerada del siglo XIX exigía nuevos medios de entretenimiento e información; a partir de aquí es que adquirió sentido la fabricación de un receptor doméstico. Aunque no se recuerde hoy, los gobiernos y los intereses telegráficos y telefónicos se opusieron en un primer momento a estas investigaciones y emprendimientos porque suponían que interferirían en sus señales. A pesar de esto, las compañías de productos de consumo, interesadas en la difusión de sus ofertas, financiaron estos proyectos que desembocaron finalmente en la radiofonía tal cual la conocemos hoy.
La invención de Morel
Recuperar la dimensión histórica y cultural de los procesos sociales en donde las tecnologías se insertan nos permite superar esa marca determinista que muchas veces se impone en la reflexión comunicacional. Pero no es sólo cuestión de historiadores, también existen otras formas de aproximarnos a estos procesos, y una de ellas, fructífera pero muchas veces descartada, ha sido la ficción. Y en particular los relatos que hablaron del futuro.
En la literatura fantástica, la relación del hombre con la técnica ha sido tratada profusamente. Con variantes más científico-técnicas o más poéticas, estas obras han intentado responder a una pregunta sencilla: ¿Cómo será la vida futura? Motivados desde un principio por el interrogante sobre qué le depararían a la humanidad las fuerzas desatadas por la ciencia, y ante el infranqueable límite de la muerte, los escritores han propuesto infinitas posibilidades.
A mediados de siglo XX, mucho tiempo antes de la aparición de la red, Jorge Luis Borges imaginó un punto donde convergieran todos los puntos, y lo llamó el Aleph. Este aleph es una metáfora de la red. Un punto desde el cual podemos acceder a todos los puntos. Una posibilidad de ver, infinitamente reproducido, el conjunto de las manifestaciones humanas.
En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick conjeturó un mundo de replicantes que deambulaban por la tierra buscando un sentido a su vida. El concepto de lo humano, o la diferencia entre lo orgánico y lo inorgánico, tematizado en la novela desde la tragedia de un detective que comienza a sentir, inexplicablemente, empatía por aquellos seres no biológicos, lleva a una reflexión sobre la sociedad en la que vivimos. Retomando el mito de Frankestein, Dick presagió una especie tecnológica de clonación humana.
En el contexto del ascenso del nazismo y el fascismo europeo, George Orwell se figuró en 1984 una dictadura gobernada desde las pantallas omnipresentes de un televisor. Testigo privilegiado del período, el escritor inglés temió la influencia futura de una sociedad vigilada por modernas tecnologías electrónicas. Cuando Orwell escribió este relato la televisión recién estaba en su fase experimental y el Gran Hermano sólo era una posibilidad futura incierta.
Finalmente, en La Invención de Morel Adolfo Bioy Casares anheló la existencia, en una isla deshabitada, de una máquina maravillosa que perpetuara en vida las imágenes del amor de los protagonistas. Podemos suponer que Bioy Casares no sabía nada de hologramas por computadora y de las realidades virtuales de hoy.
Cada uno de estos relatos nos ayudó a pensar en la relación entre tecnología y cultura y, particularmente, prefiguraron los temores que generaban. Desde el deseo infinito de conocimiento, hasta la superación de la muerte, a través de estas historias los escritores de mediados del siglo pasado fueron dando cuenta de esta realidad. Nombrarla fue quizás la forma de conjurarla; soñar mundos futuros, la forma a través de la cual pretendieron sacarnos el miedo. Un miedo que paradójicamente volvía con la modernidad, pero ya no el miedo a la naturaleza, sino el miedo a las propias fuerzas que la modernidad despertaba. Como decía Theodor Adorno: “El iluminismo, en el sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura”.
Las experiencias de las tecnologías
Las tecnologías pueden servir entonces para perpetuar la infinita felicidad del amor o para imponer el dominio de una sociedad totalitaria. Hace muchos años Umberto Eco describió estas posiciones en Apocalípticos o Integrados. Sin embargo, tanto las visiones apocalípticas como las fascinadas, las tecnófobas como las tecnofílicas, las que ven en la técnica todas las fantasías utópicas de sociedades perfectas, como las que ven en la técnica todos los demonios y desgracias del alma humana, coinciden en un punto: en sus visiones totalizantes las dimensiones humanas adquieren un papel irrelevante.
Superando estas antinomias conviene reparar, al menos en principio, en dos cuestiones fundamentales que hacen al impacto de las tecnologías sobre la cultura. La primera la señaló la ensayista Hannah Arendt cuando se refirió en La condición humana a la reducción del globo. Para la discípula de Heidegger, el hombre, desde principios de la modernidad, no ha hecho otra cosa que ir empequeñeciendo el mundo. Desde el viaje en que Magallanes circunnavegó el globo terráqueo, hasta las modernas tecnologías de Internet, en la Universidad de California de 1969, todo ha ido acercándose. “Ninguna parte significante de una vida humana -años, meses o incluso semanas- es necesaria para alcanzar cualquier punto de la Tierra”, decía Arendt hace unos años. Pero hoy podemos viajar casi sin movernos, podemos acceder a las innumerables bibliotecas, podemos recibir y transmitir imágenes por todo el globo, podemos conocer y percibir hechos a la distancia.
Por el otro lado, el aceleramiento de los intercambios humanos, de las formas de traslado, de los intercambios económicos y culturales, hacen cada vez más que vivamos la idea de un mundo próximo. El imaginario globalista se impone a través de las tecnologías de comunicación como una nueva conciencia planetaria. Un ejemplo claro fue la expectativa por el fin del milenio. En todos los puntos del globo se vivió esa euforia milenaria con la conciencia plena de que ésta era compartida por las más diversas culturas, razas y pueblos del mundo, que a su vez lo vivían en forma simultánea en la transmisión satelital de las cadenas televisivas
Sin embargo, estos dos procesos conjuntos no han creado un mundo homogéneo, armonioso, bucólico. Por el contrario, como afirma Alain Touraine (1994): “Decir que las nuevas técnicas de comunicación nos han acercado unos a otros y que tenemos conciencia de pertenecer todos a un mismo mundo puede parecer superficial y trivial, si no agregamos inmediatamente que ese mundo en el que todos los desplazamientos se han acelerado y multiplicado se parece cada vez más a un caleidoscopio. Todos pertenecemos al mismo mundo, pero es un mundo fraccionado, fragmentado”.
Un solo mundo, pero realidades desiguales y diferentes que expresan las distintas formas que tienen los pueblos de vivir el desarrollo humano, económico, tecnológico, social y político. Como señaló Jesús Martín-Barbero, las tecnologías son el sustrato material de una nueva socialidad, socialidad que se configura desde la multiplicidad y la heterogeneidad de la vida, de lo que llamó las formas de estar juntos. Y desde la modernidad en adelante las formas de convivencia evidentemente se han modificado. De los relatos que se contaban al final de la jornada a los campesinos analfabetos a la ficción digitalizada del cine y el video, de los juglares que iban de pueblo en pueblo transmitiendo las novedades, a señales audiovisuales de noticias las veinticuatro horas que circulan por todo el planeta, de los libros que se copiaban a mano en las abadías a las bibliotecas digitales, no sólo se han modificado los soportes de la comunicación, sino especialmente las formas de agruparnos, de sentirnos parte y de vivir en sociedad. Conciente de estas realidades Mc Luhan pronosticó la implosión de la sociedad moderna por efecto de las medios electrónicos. Las viejas jerarquías de la modernidad se derrumbarán por los efectos desestabilizadores de la comunicación. Por ejemplo, la escuela. La legitimidad del saber del maestro está siendo profundamente erosionada por la capacidad de los alumnos de estar tan informados como él. Sin embargo, ese modernismo tecnológico que expresara el investigador canadiense, deja de lado la relación de las tecnologías con ese convivir. Nos preguntamos si acaso una visión más concreta, la de la experiencia, no puede iluminar las formas en las que las nuevas tecnologías se asocian con la vida, en los diferentes contextos sociales, para poder desde allí pensar sus consecuencias.
Los modos de estar juntos
Hace veinticinco años, cuando en la Argentina comenzaba a terminar la década del setenta, la idea de las tecnologías no superaba las dimensiones opacas de la televisión en blanco y negro, del teléfono público, de la máquina de escribir portátil y de unos armarios gigantescos con unos discos que giraban y de los que salían una cintas troqueladas como las boletas del Prode, pero más largas, y que veíamos en las series americanas. La misma idea de futuro a la que siempre han estado asociadas las nuevas tecnologías no se llevaba bien con el estilo castrense, y en aquella densa realidad lo único que se avizoraba hacia adelante era la infundada esperanza de que algún día los dinosaurios se iban a acabar.
Recién a partir de 1978, cuando convenientemente impulsada por la realización del Mundial de Fútbol, llegó la televisión en colores a la Argentina, podemos empezar a pensar en las nuevas tecnologías. Partícipe de un imaginario modernista que pretendía copiar a las grandes naciones occidentales con las que la Dictadura quería verse comparada, la transmisión de la competencia deportiva, en particular a través del canal estatal Argentina Televisora Color, era parte de un proyecto ideológico de transformación política. Como parte del nuevo acervo cultural de la nación, las escuelas organizaban la visita a ATC[1] como si fuera el Congreso o la Casa Rosada. Inmediatamente comenzaron a ingresar al habla popular las diferentes normas de los sistemas de televisión, las particularidades de la definición de cada pantalla, y los diferentes formatos de los televisores. Al ver aquella imagen conformada por puntos fluorescentes sentimos de algún modo aquella intuición de Mcluhan. La televisión era fría en comparación con el cine, no tenía mística. Los televisores exasperaban los tonos y contrastes, entonces el amarillo parecía un naranja, los azules eran casi violetas, o los rojos se chorreaban por los costados. Por supuesto que la cancha era verde como el paño de un billar y los papelitos de Muñoz bailaban blancos en medio del tumulto. Cuando todavía resonaban los festejos del Campeonato Mundial, como lo reflejó la primera escena de Plata dulce, los veinticinco millones de argentinos iniciaron un período de furioso consumo. Así comenzó el peregrinaje a los santuarios de las tecnologías de contrabando que se encontraban en la frontera con Brasil en el Chuy y en la frontera con Paraguay en Puerto Strossner. Por allí ingresaron los minicomponentes, los equipos de audio doblecassettera y los primeros Walkman.
En el marco de las políticas neoliberales que impulsó la dictadura y de la apertura económica, las nuevas tecnologías se asociaron con una Argentina de progreso que intentaba dejar atrás el pasado y miraba hacia adelante. Esta apertura, que generó una perspectiva internacionalista, tuvo su primera contradicción en 1982 con la Guerra de Malvinas. Y, en particular, con el hundimiento del buque General Belgrano y la precisión que le otorgaban los satélites a la armada británica. Las diferencias tecnológicas con el Imperio Británico se hicieron sentir rápidamente, la guerra terminó rápidamente y la dictadura también. Con las campañas presidenciales de 1983 se produjo la primera dicotomía entre la plaza y la pantalla, entre la movilización popular y la estética televisiva. El candidato triunfador fue el primero en aprovechar los saberes de las técnicas publicitarias para transmitir una imagen cuidada, precisa y ajustada a las demandas sociales. Las comunicaciones, en especial la televisión, comenzaban a ganar espacio.
El otro gran salto tecnológico fue la videocassettera que, acompañada de la cámara de video hogareña y el video club, se convirtió en la gran revolución audiovisual de la década. Una década que, como la bautizaron algunas de las bandas de rock paradigmáticas del período, como “Virus” y “Soda Stereo”[2], pretendía ser moderna. En 1984 había en Argentina unos 120 videoclubes, pero en 1986 ya alcanzaban los 1.500. Con el videoclub se masificó la cinefilia. La videocassettera nos permitía, además, el confort de la casa, de la cerveza, las empanadas y el lujo de ver los clásicos, las películas prohibidas, y comenzar a ser especialistas en los diferentes géneros. Todos podíamos ser expertos, la filmografía completa de Kurosawa, Fellini, Godard, Bergman, Hitckoch, ya no era imposible para la clase media. Por su parte, la cámara de video hacía furor en las fiestas infantiles y especialmente en la fiesta de los quince, en la que los primeros videastas imaginaron hacer de esa instancia un paso previo al largometraje.
En El graduado Dustin Hoffman se dormía en la pileta en su colchoneta inflable mientras escucha en su Walkman las canciones de Simon and Garfunkel. Esa es la primera imagen del narcisismo onanista que se convirtió en la aspiración mas deseada después de los setenta. No el viaje alucinado, ni el nirvana espiritual, el solipsismo narcisista como rasgo particular de una cultura indiferente. Andar con los Walkman en la calle, en los micros o en el taxi, era parte de un estilo. Para algunos era autismo y para otros una forma más de incorporar la narración cinematográfica a la vida, como el erudito flâneur benjaminiano o el vago criollo. El walkman también establecía un nuevo modo de contacto cultural, el de pegarse a los medios, especialmente a la radio. Así surgía una nueva socialidad: el cine en casa, la radio en la calle, la televisión en los bares.
Como ya se ha dicho los ochenta fueron años de euforia y frustración. Durante lo que se ha dado en llamar la primavera democrática hicieron furor complementariamente las radios de frecuencia modulada, comerciales y alternativas, y el rock nacional. Fenómenos que no habría que pensar separados, se vincularon al fragor de una guerra y a la necesidad de recuperar la memoria. Apoyadas en el abaratamiento de las infraestructuras tecnológicas, y la caída del prestigio social de las viejas radios nacionales, pugnaron nuevas formas de expresión que pudieran canalizar la demanda de una sociedad que quería oír nuevas voces y recuperar antiguos discursos, experiencias y memorias que había cercenado la dictadura militar durante casi 10 años. Las radios alternativas poblaron el espectro radioeléctrico en muchos casos vinculadas a movimientos de base. La democracia empezaba a conjugar otras nuevas palabras del discurso político, participación, horizontalidad, pluralismo, que se articulaban muy bien al imaginario comunicacional. Las tecnologías de comunicación fueron pensadas como instrumentos de democratización social. Y la democracia se concibió, más que como el juego o la disputa entre partidos y tradiciones políticas, como un dispositivo comunicacional.
Al final de los noventa, crisis económica mediante, el retraimiento social se acentuó. En ese marco, se ubican el contestador telefónico, la computadora y el videocable. Son los años de la desregulación económica, de la conformación de los multimedias a partir de la privatización de los viejos canales públicos de televisión y el desarrollo de la televisión satelital. Son los años de los intentos de engancharse con la budinera para simular una antena parabólica, los años en que el contestador telefónico podía ser una innovación jocosa, y en los que comenzaba a pensarse que para hacer alguna cosa necesitábamos de insumos. Hubo una moda de receptores ingeniosos, pero el que todavía más recuerdo fue el del director de cine Gerardo Vallejo que te hacía hablar con el perro. Casi nuca había gente en la casa, o si la había sus ocupaciones le impedían atender el teléfono. El contestador fue una forma de evitar las llamadas molestas, de registrar los mensajes tardíos y de sentirnos importantes o impotentes. Además, por primera vez aprendimos a hablarle a una máquina, como lo habíamos visto en Odisea en el espacio de Stanley Kubrik. Por su parte, la PC se confundió con la modernización económica. Los cursos de computación florecieron como las canchas de paddle, las remiserías y la economía informal. Tener la computadora en casa era una forma de acceder al primer mundo, aunque tuviéramos cada vez menos trabajo o tuviéramos que trabajar cada vez más. Con el videocable accedimos al mundo. Los primeros sesenta canales fueron la forma de vivir el zapping con comodidad y encontrarle un sentido terapéutico al control remoto. Sin embargo, seguimos viendo en general los cuatro canales nacionales, informándonos a través de los mismos periodistas, riéndonos con los mismos humoristas y emocionándonos con los mismos actores. Al finalizar la década se advierte cierto desconsuelo. Estamos plenamente comunicados, pero lo que vemos en la pantalla no son más que ruinas.
No hay conclusión posible
Y es cierto que no la hay en la medida que comprendamos, como lo hacía Marshall Berman en Todo lo sólido se evapora en el aire, que la modernidad es una experiencia vital que se caracteriza por el cambio, por la contradicción, de un mundo que se desintegra y se renueva constantemente. Las tecnologías son parte de ese mundo y del mismo modo que lo hacen también mutan por el propio desenvolvimiento social. De ahí que la terminología que usamos habitualmente adquiera también cierta obsolescencia. Deberíamos hablar de últimas tecnologías. Pero no para hablar de las últimas sociedades.
Bibliografía
Piscitelli, Alejandro. Ciberculturas en la era de las máquinas inteligentes, Paidós, Buenos Aires, 1995.
Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI, México, 1991.
Touraine, Alain. Crítica de la Modernidad, Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 1994.
Williams, Raymond. Hacia el año 2000, Grijalbo, Barcelona, 1984.
___________ Historia de la comunicación, Vol. 1 y 2, Bosch, Barcelona, 1992.
Notas
* Los trabajos que integran el presente artículo se inscriben en el Proyecto de Investigación: “Usos socio-políticos de las tecnologías de Comunicación e Información (Tics) de la Sociedad de la Información (Si) aplicadas en los procesos políticos en ámbitos locales. Estudio de casos en la región capital: municipios de La Plata, Berisso y Ensenada. Período 2004-2005”, dirigido por Luciano Sanguinetti, codirigido por Gabriel Lamanna y aprobado el 01/01/04 en el marco del Programa de Incentivos a Docentes e Investigadores. Forman parte del equipo de investigación: Oscar Lutczak, Mónica Zapatería, Santiago Albarracín, Christian Tovar, Anaís Ballesteros Dupetit, Lisandro Sabanés y Cora Gornitzky.
[1] Es interesante observar aquí que las siglas ATC fueron en principio las iniciales de Argentina Televisión Cultural, para luego transformarse en Argentina Televisora Color.
[2] También es altamente significativo que estas dos bandas paradigmáticas del período, en sus nombres y en sus perfomances, estén asociadas a las tecnologías.
La importancia de adoptar una estrategia nacional para las TIC’S
GABRIEL LAMANNA
Contenido
“Neutralidad dependiente”
Resultados inciertos
La ausencia estratégica, nuestra estrategia nacional
El deterioro democrático
Los beneficios de la acción planificada
E-Europe 2005
Bibliografìa
En el presente capítulo intentaremos esbozar algunos interrogantes que -impulsados por la propia temática de la investigación- se yerguen de manera ineludible. Asimismo, procuraremos plantear un análisis abierto hacia los numerosos aspectos que se hallan vinculados con el estudio de la sociedad de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC’s).
Pero antes de trazar cualquier pregunta considerada fundamental y de escoger algún punto de vista analítico, instalaremos un paradigma a partir del cual podremos iniciar los futuros debates: no podemos “desinventar” las TIC’s, por ende, cualquiera de las cuestiones que de aquí en adelante surjan siempre llevarán insertas las problemáticas inherentes a sus características singulares; como así también las innumerables relaciones que se generan con los diferentes campos de observación (social, económico y político, principalmente), sometidos a la transformación forjada por el incesante desarrollo tecnológico.
La opción de negarnos a imaginar una sociedad que no haya sido influenciada -en mayor o menor medida- por las TIC’s no se debe a ningún capricho científico ni a un intento de simplificar nuestro objeto de estudio; sino al esfuerzo por allanar el sendero que posibilite un progreso en su recorrido, aunque su tránsito resulte dificultoso. Por ello el paradigma escogido es comparable quizás con una reflexión del ex presidente de los Estados Unidos de América, Harry Truman, cuando debió tomar una decisión final sobre la utilización de la bomba atómica en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Hace casi medio siglo, refiriéndose a la novedosa arma letal, el sorprendido sucesor de Franklin Roosevelt sentenció: “No podemos desinventarla”... Y ya todos sabemos lo que ocurrió, estemos o no de acuerdo, consideremos que haya tomado una determinación correcta o equivocada, lo cierto es que no nos dejó margen para cuestionar su afirmación.
Ahora sí, entonces, estamos en condiciones de plasmar el primero de nuestros interrogantes insorteables: ¿Es beneficioso o perjudicial el creciente desarrollo tecnológico que transitan la información y la comunicación?
No cabe duda alguna que la respuesta más sencilla se encuentra en cualquiera de los dos extremos sugeridos. Seguramente existe un avasallador número de razones, principalmente esgrimidas por los países más desarrollados, para fundamentar los bondadosos frutos que brindan los adelantos técnicos. En contrapartida, no son menos las causas que los países de menor desarrollo mencionan acerca de los efectos nocivos generados por los mismos adelantos. Así, mientras muchos echan loas a la revolución técno-info-comunicacional imbuida de una globalización que todo lo cubre con su protector manto de progreso democrático, capaz de crear y propagar la igualdad de oportunidades y la participación de todas las sociedades que adopten las constantes evoluciones vanguardistas; otros pronostican efectos apocalípticos para los países más débiles, tanto en el plano económico y político, como en el social y el cultural (las nuevas tecnologías de la información y la comunicación sólo reforzarán los esquemas de dominación vigentes entre los distintos países del globo).
No aceptaremos el exceso de optimismo de Nicholas Negroponte cuando, en 1998, pronosticó: “Hoy en día, una cuarta parte de la población mundial tiene un nivel de vida aceptable, mientras que tres cuartas partes viven en la miseria. ¿Cómo podremos unificar estas divisiones, que parecen insalvables? Una nueva generación va emergiendo del paisaje digital liberada de las limitaciones geográficas como única base para la amistad, la colaboración y la política del buen vecino. La tecnología digital podrá ser la fuerza natural que impulse a los hombres hacia una mayor armonía mundial”. Pero tampoco permaneceremos retraídos en las concepciones más pesimistas que le reservan al desarrollo tecnológico el papel de asegurar y ampliar la relación de dominación que ejercen los países centrales industrializados sobre los países periféricos subdesarrollados en un mundo globalizado que sólo responde a las reglas del “capitalismo salvaje”.
La misión más complicada consiste en hallar una explicación convincente y profunda que no descargue la totalidad de su peso sobre alguno de estos dos polos.
“Neutralidad dependiente”
Por nuestra parte, nos limitaremos a agitar la pregunta para que todos intenten contestarla en base a sus propios enfoques. Sin embargo, no deseamos que pase inadvertido el relevante planteamiento filosófico que tácitamente contiene semejante encrucijada. En este tema, la respuesta deberá buscarse en la mismísima naturaleza del ser humano; porque, como ocurre con otros tantos temas esenciales, las turbulentas y acaloradas discusiones terminan fluyendo -al igual que en un atolladero- sobre un punto que todo lo concentra. En otras palabras, a esta altura no estamos en condiciones certeras de aseverar que el vertiginoso desarrollo tecnológico sea provechoso o dañino para la sociedad.
Una vez más debemos recurrir a la visión que podríamos denominar “neutralidad dependiente”; es decir, las tecnologías por sí solas no son ni buenas ni malas, pero sus contribuciones positivas y/o negativas dependen de la utilización que hacen de aquellas los seres humanos (el caso de la energía nuclear constituye un ejemplo demostrativo; su utilización puede restringirse a la industria bélica y provocar la muerte masiva o, por el contrario, emplearse en el campo de la medicina para tratar graves enfermedades y salvar la vida de los individuos).
De este modo, después de muchos siglos de debates volvemos a caer en un punto crítico y -al igual que los famosos pensadores John Locke, Thomas Hobbes, David Hume y Jean Rousseau- estamos obligados (nuevamente) a preguntarnos si el hombre es bueno o malo por naturaleza. Ahora bien, no podemos asegurar que el hombre sea bueno o malo ni que el frenético progreso tecnológico sea beneficioso o perjudicial. Sólo sabemos y reconocemos que el desarrollo de las TIC’s es una realidad insoslayable que da origen a novedosos escenarios o transforma, en forma leve o tajante, los existentes.
Pero sí concordamos con Rousseau cuando sostiene que el progreso es ambiguo, pero el retorno al estado natural es imposible para las sociedades que se han alejado de él. La transformación es irreversible y no está permitido dar un salto atrás. En este sentido, también vale citar a Martín Becerra (2003b) cuando afirma: “Los países y las sociedades son diferentes, asimilan los cambios de distinto modo y una política agresiva a favor de las nuevas tecnologías de la información puede actuar como un núcleo motor de desarrollo económico en países como Japón, bajo determinadas circunstancias, pero en la Argentina, en Chile o en Brasil, bajo circunstancias diferentes, como durante la última dictadura en la Argentina, esa política puede, como sostienen Torres López y Zallo, vertebrar la desindustrialización y el desmantelamiento del circuito productivo”. Y agrega: “Diferentes sociedades, al introducir la misma tecnología en distinto tiempo y con diferentes parámetros institucionales, muy probablemente experimentarán una diferencia en la distribución social de la capacidad de impacto de los flujos informacionales”.
Incluso comparando países pertenecientes a una misma región, con un idéntico sistema de gobierno y en un período de tiempo equivalente, podemos encontrar resultados abiertamente opuestos. A manera de ejemplo podemos mencionar las recientes experiencias de la Argentina y Chile en materia de incorporación de Internet a la educación. Mientras que en sus tres primeros años -durante la gestión de gobierno del ex presidente Fernando De la Rúa- el portal argentino www.educ.ar, avalado por un presupuesto inicial de más de 11 millones de dólares, planeó conectar aproximadamente 40 mil establecimientos educativos y debió conformarse con equipar solamente a 16 escuelas rurales, en Chile se puso en marcha el proyecto Red Enlaces, a través del cual más del 90% de los alumnos transandinos de los niveles básico y medio del sistema educativo pudieron acceder en forma totalmente gratuita a los servicios que brinda la red.
Resultados inciertos
Ahora bien, a partir de esta comparación estamos en condiciones de formular el segundo de nuestros interrogantes claves: ¿Es impredecible el resultado de la adopción de las tecnologías de la información y la comunicación? Y estamos en condiciones de afirmar que sí. No hay recetas que aseguren el éxito en su implementación, ni precauciones que eviten el fracaso.
Sin embargo, existe una clara tendencia en los diferentes procesos observados: los triunfos siempre son alcanzados por los países que adoptan alguna estrategia nacional y las políticas públicas respectivas; mientras la frustración suele ser el denominador común entre las naciones que parecen avanzar sin ningún tipo de planificación tentativa.
La imprevisibilidad se halla vinculada con la ausencia de certeza total y con las factibles desviaciones de los acontecimientos hacia las más diversas direcciones una vez implementado el desarrollo tecnológico. A pesar de que nuestro país fue pionero en materia radiofónica (la primera transmisión se realizó en 1921), no pudo posteriormente consolidar su ventaja inicial. Algo similar ocurrió con la televisión por cable que, a esta altura, no repercutió exitosamente sobre el resto de las actividades info-comunicacionales.
¿Por qué la Argentina no pudo sacar provecho de ambas experiencias? Esencialmente, debido a que nuestra nación nunca diseñó una estrategia nacional respecto de las TIC’s, ni tampoco impulsó las políticas públicas necesarias para su exitoso desarrollo.
La ausencia estratégica, nuestra estrategia nacional
Aunque nuestro país cuente -por ejemplo- con el Programa de Sociedad de la Información (PSI) y el de Telecentros Comunitarios (CTC), la ausencia de una estrategia nacional respecto de las tecnologías de la información y de la comunicación es notoria. Y esta carencia parece ser un defecto generalizable a numerosísimas áreas donde el Estado debería estar presente. Semejante falta de planificación y previsión ha desembocado en situaciones francamente incomprensibles. Y aquí basta un solo ejemplo: ¿Cómo puede haber hambre en la Argentina? Por más complejo que se torne el análisis, existe una respuesta irrevocable: no hay una estrategia nacional al respecto y las políticas públicas que desde hace años se vienen implementando son absolutamente insuficientes y/o ineficaces.
En este punto es conveniente aclarar la profunda diferenciación que existe entre una estrategia nacional y una o varias políticas públicas. Mientras que la estrategia nacional está emparentada cognitivamente con lo que se denomina el “pensamiento anticipatorio”, las políticas públicas sirven para demostrar la voluntad política para operar sobre algún escenario ya establecido.
Queda claro, entonces, que la primera posee una estrecha conexión con las cuestiones estructurales y que las segundas están ligadas a situaciones coyunturales. Estrategia nacional y políticas públicas transitan carriles diferentes; y si bien las últimas siempre podrán contribuir a la eficaz ejecución de la primera, nunca podrán reemplazarla. En el caso del hambre, es notorio que las innumerables políticas públicas que se vienen aplicando a través de planes y programas focalizados no hayan podido revertir la ausencia de una estrategia nacional que hubiese impedido este miserable panorama.
Y aquí surge otro interrogante crucial: ¿Por qué la Argentina no posee estrategias nacionales? La respuesta es sin duda alguna muy difícil. No obstante, entre las numerosísimas explicaciones factibles es necesario recordar la débil y breve experiencia en el ejercicio de la democracia en nuestra tierra.
Para elaborar una estrategia nacional no alcanza con la voluntad política de los gobiernos de turno, es necesaria pero no suficiente. Hace falta un consenso generalizado básico donde estén representados la mayoría de los sectores que componen la sociedad (un ejemplo cercano puede hallarse en España a partir del Pacto de la Moncloa). Y, a su vez, para lograr ese consenso hay que establecer una verdadera democracia representativa, donde el pueblo gobierna a través de sus representantes.
En contraposición, la Argentina no logra consenso entre los diferentes grupos sociales y se halla sumida en lo que se conoce comúnmente como “democracia delegativa” (O’Donnell, 1997). Es decir, el pueblo delega toda su soberanía en los gobernantes, quienes muy pocas veces actúan de manera representativa para con sus electores.
En este punto, la escasa participación en la vida civil democrática de los ciudadanos es fatalmente crucial. Hace ya muchos años que nuestro país atraviesa una situación patética que se resume en una reflexión efectuada por José Jorge, creador del sitio www.cambiocultural.com.ar: “A la amplia mayoría de la gente no le interesa la política y a muchos políticos no les interesa la gente”. Sin duda alguna, una relación nefasta que conduce al “democraticidio argentino” (Lamanna, 2001).
A modo de síntesis, podemos señalar que la creación de una estrategia nacional (vinculada o no con las tecnologías de la información y de la comunicación) requiere el cumplimiento de algunas condiciones básicas. Por un lado, los gobernados deben demostrar un consistente nivel de compromiso con las cuestiones que deben decidirse y tratarse y, además, participar activamente en el diseño, la ejecución y el control de la estrategia escogida. Porque en una verdadera y eficaz democracia no alcanza con ir a votar obligatoriamente; este acto quizás sea el de mayor importancia simbólica, pero el de menor influencia real en la construcción del propio destino individual y colectivo.
Por otro, los gobernantes deben reunir -de manera simultánea- cuatro cualidades indispensables para la generación e implementación de cualquier estrategia nacional: voluntad política, capacidad (el conocimiento), honestidad (incorruptibilidad al servicio del bienestar general) y poder (que proviene del consenso de los diferentes grupos sociales y no de la propia estructura política partidaria, el respaldo económico sectorial o el autoritarismo que llega hasta el empleo de la fuerza armada).
Ahora bien, si tenemos en cuenta todos los aspectos que se necesitan para contar con cualquier estrategia nacional, basta con echar una mirada a la historia de nuestro país para comprender por qué podemos afirmar que existe una alarmante ausencia de estrategias, incluso en materia de TIC’s. Y un país que no tiene estrategias nacionales desemboca inexorablemente en dos prácticas políticas funestas: el clientelismo y el particularismo.
El deterioro democrático
Para Ludolfo Paramio (1999), O’Donnel relaciona: “Las deficiencias de algunas democracias latinoamericanas con el peso en ellas del clientelismo y el particularismo, entendiendo por este último la proposición del bien público a los intereses particulares. Se refiere al particularismo como rasgo de quienes asumen roles en las instituciones políticas, y considera que las prácticas particularistas, en el contexto de instituciones democráticas cuyos rituales y discursos se orientan hacia el universalismo (hacia el bien público) conducen a un ‘cinismo generalizado’ hacia las instituciones formales de la poliarquía, sus ocupantes y los políticos en general”.
En tanto que, para Heredia, “es evidente, sin embargo, que el particularismo de los políticos sólo es una cara de la moneda, como se advierte al observar una de sus formas, el clientelismo (definido por el mismo autor como un conjunto de reglas y prácticas para la organización política, la representación y el control de los intereses y demandas sociales, basado en la subordinación política de los ciudadanos a cambio de la provisión direccional de recursos y servicios públicos a los que, en principio y según la ley, todos tienen acceso abierto. El político se apropia de los recursos públicos para obtener subordinación política, pero quienes se le subordinan obtienen a cambio y discrecionalmente lo que deberían ser bienes de público acceso. El clientelismo, por tanto, es una forma de intercambio, y al particularismo de los políticos corresponde el particularismo de los electores. Los ciudadanos toleran que los políticos persigan su interés particular, en vez del interés general, en la medida en que logran a su vez satisfacción, siquiera parcial, de sus propias demandas e intereses. El problema sólo surge cuando los políticos dejan de cumplir su parte en el intercambio particularista, y los electores dejan de obtener, a cambio de su subordinación, acceso discrecional a los bienes públicos u otro tipo de ventajas selectivas. Pero en este sentido, el clientelismo es una forma real de representación de intereses, y sólo le singulariza la patrimonialización de los recursos públicos como moneda de intercambio” (Paramio, 1999).
El mismo autor aclara “que el intercambio particularizado existe en todos los sistemas políticos, incluso en los más democráticos. Fiorina subraya el papel que los beneficios particulares a los distritos y a los grupos organizados pueden jugar el Congreso norteamericano, tanto para la reelección de sus miembros como para la negociación del apoyo de los congresistas individuales a iniciativas legales de alcance general. El resultado es que puede producirse una creciente hostilidad de los electores hacia la actuación del Congreso (o del presidente), y los congresistas seguir siendo reelegidos en función de sus buenos servicios a los intereses locales de sus distritos”. Y agrega: “En la misma línea, Lyne ha sugerido que el particularismo es la clave del mal funcionamiento de los sistemas de partidos en América Latina: los partidos ofrecerían a sus electores beneficios particulares, que aquéllos preferirían frente a hipotéticos beneficios generales”.
Un acabado ejemplo argentino de las relaciones particularizadas entre los funcionarios de un gobierno y los grandes empresarios vinculados a las tecnologías de la información y de la comunicación se sitúa en el período de gestión del ex presidente Carlos Menem.
Para avalar esto, Ana Wortman (1997) puntualizó que “las acciones de Soldatti -supuestamente asociado con Menem- pasaron a integrar el patrimonio de Telefe en forma directa. Si bien afirmar la existencia de una sociedad entre Soldatti y Menem es por lo menos una temeridad, lo que resulta innegable es la comunidad de intereses entre el presidente y los Vigil. Comunidad de intereses que va más allá de lo circunstancialmente económico y que refiere a la instalación en el medio televisivo de un tipo de discurso, la antedicha articulación de la pérdida del ‘modelo’ económico político instaurado y el perfil que adquiriera la pantalla de Telefe”.
Los beneficios de la acción planificada
Planteadas ya las intrincadas tramas que tienen que ver las estrategias nacionales y las políticas públicas -diferenciadas de las simples y acotadas decisiones y medidas parciales eventuales de los distintos gobiernos de turno- podemos retomar el análisis acerca de la importancia que representa, para cualquier país, generar una estrategia nacional.
Existe una tendencia irrevocable: suelen tener muchas más probabilidades de éxito (en la consecución de algún objetivo específico) aquellas naciones que planifican -en el corto, mediano, y especialmente en el largo plazo- estrategias de acción. Y son numerosísimos los ejemplos que avalan esta afirmación, y las variantes que se pueden encontrar en el transcurso de la historia mundial y/o argentina.
Hay países que basaron su crecimiento en estrategias nacionales de alcance internacional: Inglaterra construyó su imperio colonial en base al permanente apoyo de las actividades de ultramar; sea promoviendo el libre comercio a través de su flota mercante o mediante el respaldo hacia los bucaneros y las agresiones de la marina de guerra real. Esta estrategia convirtió a un minúsculo territorio insular en la mayor potencia del mundo. Poco a poco, cada paso que unía los grandes océanos y los mares quedó en su poder, hasta alcanzar el control total del globo. Además, Inglaterra no se contentaba con la supremacía marítima: cada una de las acciones que emprendía en otros territorios conquistados, directamente o no, llevaba implícita una estrategia particular que se articulaba y sustentaba con otra superior. De este modo, podemos tomar como ejemplo la instalación y el desarrollo de los ferrocarriles en nuestro territorio nacional.
Pero también hay ejemplos de épocas más remotas y en naciones -actualmente- menos desarrolladas como el Imperio Inca, que alcanzó su esplendor en base a dos estrategias centrales: la rigurosa y eficiente división del trabajo y la construcción de una extensa red vial.
Otros países adoptaron estrategias de desarrollo basadas en el aislacionismo, como por ejemplo Japón hasta el siglo XIX y, desde hace unas décadas -en parte por decisión propia y en parte por el boicot económico que le impusieron otros países-, Cuba. En el caso de la nación caribeña, más allá de las inmensas necesidades que su población atraviesa cotidianamente, no caben dudas que la adopción de estrategias nacionales en áreas específicas como salud y educación posibilitaron a sus habitantes una cobertura sanitaria gratuita de excelencia y eliminar el analfabetismo.
Más conocidas son -seguramente- las estrategias nacionales de alcance ecuménico que encabezan siempre el desarrollo tecnológico de punta de los Estados Unidos de América. Y basta sólo con recordar su exitosa carrera espacial frente a la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Si volvemos a posar la lupa sobre el accionar estratégico de nuestro país, observaremos la alarmante ausencia de estrategias y los pésimos resultados que esta pasividad y falta de previsión provocó.
En el mejor de los casos, la inserción estratégica en el mundo se limitó a la explotación de un modelo agro-exportador de materias primas, plenamente ajustado a las estrategias superiores de países industrializados (como, por ejemplo, Inglaterra). Nuestra máxima aspiración fue -y sigue siendo- ser “el granero del mundo” (aspiración asignada obligatoriamente por el mundo y su conveniencia). Y a excepción de algunos planes quinquenales fallidos y de breves intentos desarrollistas que procuraron impulsar la industria de base, mediante la adopción de políticas públicas endebles, nunca se planificaron mayores aspiraciones. Quizás por eso hayamos quedado absolutamente subordinados a los precios internacionales que fijan otros mercados y nos debamos conformar con ser -eventualmente- “el campo sojero de China”.
Ahora bien, en consonancia con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, podemos observar a nivel mundial cuál es la postura escogida por los países más poderosos del planeta, simplemente con leer lo estipulado en 1994 por la Comisión Europea a través del Informe Bangemann. Denominado “Europa y la sociedad global de la información”, este documento dice abiertamente: “Los primeros países por integrarse en la sociedad de la información recogerán los mayores beneficios, pues serán los que establezcan las prioridades que todos los demás deberán seguir. Por el contrario, los países que se limiten a contemporizar o favorezcan soluciones poco decididas podrían enfrentarse en menos de una década a una crisis de inversión y a dificultades de empleo”.
Otra conclusión vertida por Becerra puede contribuir a lograr una visión más aguda de la situación: “Las experiencias en la historia de las tecnologías info-comunicacionales y en el financiamiento de las actividades científico tecnológicas revelan que el sector público asume un papel decisivo en la concreción (y en la eventual obstrucción) de las iniciativas del sector. De este modo, se entiende que el impacto productivo de las tecnologías constituye un eje de las políticas públicas que se formulan en la materia aunque haya países, como la Argentina desde 1975, cuya ausencia de planificación y de acción estatal se corresponda con el rol subordinado que comenzó a tener el país desde las vísperas de la última dictadura militar. No es el caso de otros países, que supieron asociar las políticas de crecimiento y desarrollo, en algunos casos de tipo sectorial y en otros más integralmente como política de Estado, a la generación y diseminación de las TIC’s”.
Sin lugar a dudas, la inserción de un país en un mundo globalizado es una misión extremadamente riesgosa; y más aún cuando se trata de una nación de las denominadas periféricas que intenta acoplarse al ritmo de los países más ricos en condiciones muy inferiores de desarrollo. Seguramente, una manera menos agresiva de incorporarse a un escenario más amplio deberá incluir un claro análisis de las condiciones externas, pero también de las cualidades y defectos internos.
Así, “la densidad y la riqueza de la interdependencia existentes en la economía interna es un dato que precede a la inserción, que, en cierto modo, la condiciona, pero que también se ve modificado por ella. No obstante, cuando se tratan los problemas que se derivan de la globalización, muy a menudo todas las miradas se dirigen hacia el exterior... con olvido de la cohesión interna que, a fin de cuentas, tiene una enorme influencia sobre múltiples aspectos, entre los que se encuentra la capacidad de asimilar y transformar positivamente los procesos de inserción” (Martínez González Tablas, 2000).
Para concluir, volvamos a considerar los análisis precedentes y retomemos la vital importancia que adquiere la planificación, el diseño de una estrategia nacional y la implementación de políticas públicas focalizadas, en este caso, que se hayan vinculadas con las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación.
“Un buen ejemplo de combinación entre el rol motriz del Estado en la construcción de la sociedad informacional y su perfil consumidor, que es al mismo tiempo difusor y propagandista, se halla en medidas políticas tal como la adoptada por el gobierno de Tony Blair en el Reino Unido, acerca de la conexión on-line de todos los servicios gubernamentales, prevista para el año 2005 (tres antes de lo planificado originalmente). La decisión supone que todos los servicios de gobierno, locales y centrales, estarán disponibles para ser ejecutados on-line, por lo que los ciudadanos británicos podrán tramitar sus licencias de conducir, sus pasaportes, pagar sus impuestos y consultar ofertas de empleo y concursos (oposiciones) para cargos públicos, mediante la conexión a Internet. De esta manera, el e-government permitirá al gobierno orientar varios efectos: disminuir costos administrativos; acelerar los tiempos previstos para los trámites de sus ciudadanos; promover el uso de la red de redes; sostener como viables económicamente todas las actividades de servicios en línea que tengan al Estado como cliente; incrementar exponencialmente el parque de computadoras personales; reforzar el tendido de redes; garantizar un aumento en el consumo de pulsos telefónicos; y difundir determinadas tecnologías y aplicaciones tecnológicas” (Becerra, 2003a).
Un informe confeccionado por la Consultora Booz, Allen & Hamilton en 2000 resaltaba que “cada una de la naciones líderes del mundo on line está caracterizada por un gobierno que no ha dejado librada la emergencia de la economía del conocimiento a las fuerzas del mercado”.
E-Europe 2005
Y a tal punto llega la previsión de algunos países que, por ejemplo, la Unión Europea se planteó hace algo más de cuatro años el ambicioso proyecto de reconvertir su economía, en el período 2000-2010, para hacerla más dinámica y competitiva. Lo cual conllevaba que dicha economía debería basarse en el conocimiento, materia prima de la Sociedad de la Información (SI). Como consecuencia de este compromiso se aprobó en junio de 2000, en Feria (Portugal), el llamado “Plan de Acción e-Europe 2002”.
En Barcelona, durante el primer semestre de 2002, se renovó el compromiso de impulsar la SI, meta que se concretó en Sevilla (en junio, también de 2002) con la aprobación del Plan de Acción llamado “e-Europe 2005: una Sociedad de la Información para todos”.
El Plan se estructuró en torno a cuatro grandes líneas interrelacionadas:
- Impulsar medidas políticas de revisión y adaptación de las legislaciones nacionales y de la propia Comunidad Europea para reforzar la competencia, la interoperabilidad y aumentar el grado de sensibilización.
- Propiciar el análisis, desarrollo y difusión de buenas prácticas que impliquen, entre otras cosas, la adopción de infraestructuras de vanguardia.
- Realizar una evaluación comparativa de los progresos conseguidos.
- Alcanzar la coordinación global de las diferentes políticas que han de aplicarse.
Al mismo tiempo, se plantearon los siguientes objetivos:
- Poner en marcha servicios públicos en línea modernos: debe procurarse la conexión de banda ancha, la interoperabilidad, la interactividad, la contratación pública por medios electrónicos, la facilidad para que todos los ciudadanos puedan acceder a los Puntos de Acceso Público a Internet (PAPIs) y la promoción de la cultura y el turismo. Las acciones vendrán a través de la administración electrónica o e-government, los servicios de aprendizaje electrónico (e-learning) y unos servicios de salud que utilicen los medios electrónicos (e-health).
- Proporcionar un marco dinámico para los negocios electrónicos (e-business): incluyen tanto el comercio electrónico (compra y venta en línea) como la reestructuración de los procesos empresariales. En este sentido se puede hablar, en primer lugar, de acciones encaminadas a examinar y cambiar la actual legislación para eliminar las trabas que impiden a las empresas realizar negocios electrónicos; en segundo lugar, se pretende establecer una red europea de apoyo a las Pymes en el ámbito de los negocios electrónicos. Además, el sector privado deberá desarrollar soluciones interoperables para las transacciones electrónicas, la seguridad, la compra y el pago en el marco de este tipo de negocios.
- Construir una infraestructura de información segura, mediante la creación de una unidad sobre ciberseguridad; crear -tanto el sector público como privado- una cultura de la seguridad en el desarrollo de los productos de información y comunicaciones; y desarrollar comunicaciones seguras entre los distintos servicios públicos.
- Garantizar un amplio acceso a la banda ancha. Este es un factor esencial para el desarrollo de la SI y para ello son necesarias muchas más inversiones. Entre las acciones concretas que se proponen en este campo destacan: garantizar en la nueva política de gestión del espectro la disponibilidad de frecuencias para los servicios inalámbricos de banda ancha (wireless-LAN); facilitar el acceso de banda ancha en las regiones menos favorecidas; aumentar la oferta de contenidos multiplataforma que llegan por distintas tecnologías; y cambiar hacia la tecnología digital, en especial la televisión.
- Tomar cuenta de las buenas prácticas. Se quiere tener en cuenta las experiencias ya existentes para no repetir las negativas y para mejorar las vigentes. El mecanismo que se sigue es el siguiente: identificación y selección de ejemplos de buenas prácticas; potenciación de las buenas prácticas seleccionadas y creación de una plantilla de directrices; difusión de las buenas prácticas a través de conferencias, seminarios, redes de apoyo (académicas, empresariales, de investigación, de usuarios) y un sitio web.
- Hacer efectiva una evaluación comparativa. Se trata de un proceso que consta de tres fases: la definición de indicadores a medir, la medición y análisis de los indicadores y de los factores que subyacen a estos indicadores y, finalmente, la elaboración de políticas concretas, tanto nacionales como regionales, a partir de los resultados registrados.
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