Gastón Cingolani |
¿Quién merece estar en los medios?*
[Cualquier persona puede] “ser famosa durante 15 minutos alguna vez en la vida”.
(Andy Warhol)
Contenido
Para una definición de la “persona común”
¿Cómo convertirse en famoso?
Reality-game-shows: la convivencia de los distintos modelos televisivos
¿Quién merece estar en los medios?
Bibliografía
Notas
Para una definición de la “persona común”
La necesidad de confeccionar un panorama que englobe a los distintos programas lúdicos y con participación del público me puso de cara a una suerte de objeto inesperado: las “personas comunes” que aparecen en televisión. Desde luego, se trata de una categoría inestable, caprichosa, de la cual lo primero que se extrae es la duda de si constituye o no propiamente un objeto: ¿es lo mismo un participante de un programa de preguntas y respuestas, que un testimoniante de un talk-show?, ¿alguien que aparece filmado por una cámara oculta, que un concursante en un reality-game-show?, ¿alguien que cuenta la historia de su vida, que un integrante de la platea en un programa musical? La respuesta será afirmativa o negativa según el nivel de análisis.
Para abordar este cuadro de situación he debido comenzar por estabilizar el objeto. Llamaré (artificiosamente) “actante-P” a cualquiera de las entidades que en televisión encarnan a una “persona común”, es decir, a aquella que no pertenece a los medios ni a la esfera pública, y que tampoco debe su existencia al universo de lo ficcional (Cingolani, 2004)[1]. Esta definición, basada en una doble negación, exige que se explique el estatuto de esa figura. Ante todo, si hablamos de una figura es que ya se ha dejado de lado el carácter pre-discursivo de la “persona” que la encarna. Quiero decir, está claro que la condición de “persona común” no es intrínseca a nadie; por el contrario, es, indudablemente, una condición deudora de los discursos que así la designan. Por lo tanto, debemos preguntarnos qué es para los medios una “persona común”, y, a continuación, de qué manera se constituye en los medios una figura como ésta.
Emerge aquí un problema interesante que es el del estatuto discursivo de lo que yo llamo actante-P. Varios autores coinciden en que esta figura se define por su no-vinculación profesional con la institución mediática (Ford-Longo, 1995; Lacalle, 1995 y 2001; Barreiros, 1997; Livingstone-Lunt, 1997; Macé, 1997; Verón 2001 y 2002; Martínez Mendoza, 2004). Esto está bien como efecto de sentido, es decir, como metáfora construida a través de esas “personas comunes”, pero siempre que no se tome literalmente, ya que es algo que casi nunca se puede comprobar, ni se pone en escena, y en realidad tampoco importa demasiado. Lo que efectivamente funciona es el hecho de que, en la inter-discursividad mediática, hay dos factores determinantes de esta figura:
- su carácter fugaz, es decir, su no instalación y permanencia en la escena mediática, lo que vale tanto para un concursante de un programa de juegos como para un implicado en un hecho delictivo en los informativos. En caso de prolongarse su permanencia el personaje comenzaría a convertirse en una figura famosa y, en consecuencia, dejaría de ser un actante-P[2];
- su no referenciación o tematización por parte de la meta-discursividad mediática. Basta con que los programas de chimentos, la crítica, las columnas de espectáculos o los programas meta-televisivos hablen de una persona, o le apliquen la categoría de famoso/a, para que deje de ser un actante-P.
Enunciativamente, estos dos rasgos reclaman una cierta competencia mediática al destinatario-televidente. La “persona común” no es identificable sólo por su apariencia sino, principalmente, por su no recurrencia en la escena mediática: el televidente debe reconocer esa figura como “inédita” a través de sus conocimientos mediáticos. (Cuando un programa meta-televisivo descubre un personaje recurrente esto se “denuncia”, ya que va contra la regla implícita de la fugacidad de la persona común en los programas de juegos).
En consecuencia, y tal como lo discutí en otro trabajo (Cingolani, 2005a), esta constitución de la “persona común” o actante-P no se produce a través de una relación representacional o icónica de “las personas del público” -tal como afirman Livingstone-Lull (1997) y Macé (1997)-, ni como la remisión indicial por desplazamiento de un ámbito no-mediático a los medios -tal como parece sostener Lacalle (2001)-. Aún cuando esto sea un efecto de sentido en reconocimiento (de hecho, cualquier televidente puede sentirse representado, identificado, proyectado en un actante-P, así como cualquiera tiene derecho a creer que los medios le brindarán más tarde o más temprano su presencia frente a cámara), la constitución del actante-P es plenamente convencional, simbólica: su espesor no es el de una semejanza con los individuos comunes (en ese sentido, no se diferenciaría de un personaje de ficción, de un político en campaña o de una modelo: todos apelan en algún nivel a su representatividad por semejanza), ni el de una metonimia franca (todos los programas interpelan al participante como si fuera un televidente, pero esa advocación no garantiza el carácter real del desplazamiento de lo extra- a lo intra-mediático). Por el contrario, su espesor es el de una regla sostenida en el tiempo: el actante-P es una “persona común” por definición y por hábito.
Esta entidad es la misma, independientemente de los géneros en que aparece, sólo en el nivel de lo formal, el cual me ha permitido estabilizarla como objeto. Sin embargo, la cuestión aún nos depara algunos obstáculos. Mi hipótesis es que el actante-P es un operador discursivo muy importante, con consecuencias decisivas en el nivel enunciativo, pero de distinto orden según su emplazamiento en diferentes tipos y géneros televisivos. En este punto, la heterogeneidad de la figura de la “persona común” se vuelve significativa.
En principio, es posible distinguir tres tipos de actantes-P según su función discursiva en distintos campos supra-genéricos:
a) en los géneros “informativos” -noticieros, documentales, programas de investigación, talk-shows, reality-shows, docu-realities, testimoniales, programas de entrevistas, transmisiones de eventos deportivos (especialmente futbolísticos en nuestro país), etc.-, cumple una función de objeto: el actante-P es una parte, importante, de aquello que se exhibe y se enuncia, es un motif recurrente y constitutivo de los componentes temáticos de estos géneros (Cingolani, 2005b);
b) en los géneros “lúdicos” -programas de preguntas y respuestas, de juegos y entretenimientos, concursos, reality-game-shows (RGS), talk-game-shows (TGS)-, es más bien un sujeto, ya sea como sujeto-participante del juego o como jurado o tribunal (Cingolani, 2005a);
c) en los géneros de “espectáculos” televisivos -musicales, teatro por televisión, shows de magia u otras prácticas frente a público presente en el estudio-, cumple el rol de prótesis del televidente (Barreiros, 1997).
¿Cómo convertirse en famoso?
La figura del actante-P, aunque no opera del mismo modo en todos los campos supra-genéricos, es un demarcador enunciativo que permite señalar la divisoria entre el mundo (lo no-mediático) y la institución-medio en el seno de los textos mediáticos. Esta divisoria parece ser en sí misma problemática, ya que si algo aparece en los medios, ya no será otra cosa que una entidad mediática (= producida-en-y-por-los-medios), a no ser que nos entreguemos a la ilusión de esta diferenciación de universos (fenómeno semejante al de los textos ficcionales en los que se propone creer que en su interior hay entidades ficcionales y no-ficcionales: por ejemplo, aquellas novelas en las que un personaje dice “eso pasa sólo en las novelas: esto es la vida real”).
En la enunciación mediática, según parece, esta operación es fundamental, ya que produce una permanente segregación entre lo que pertenece a su universo y lo que no. Mi hipótesis es que esa segregación es la que le permite introducir en el plano del enunciado su propia marca explícita a fin de que la institución-medio no se vea devorada por el dispositivo (Cingolani, 2005b). Como esta diferenciación es “artificial”, por producirse al interior de una discursividad plenamente mediática -tan artificial como un personaje que se dice no-ficcional en una ficción-, son necesarios ciertos mecanismos para-textuales y normativos que señalen quién pertenece a la institución-medio y quién no.
La institución-medio, por su parte, se hace presente de múltiples maneras según el género. En particular, en los programas “lúdicos” la entidad que principalmente soporta la representación de la institución es el conductor[3].
Históricamente, los concursos y los programas de preguntas y respuestas fueron los géneros más tradicionales en esta zona de la televisión, en los cuales la diferenciación entre actante-P y representante de la institución no presenta conflictos. Sin embargo, la evolución del medio alcanza en su última etapa a afectar un aspecto de esta cuestión. Es la época de los reality-game-show (RGS). La divisoria sigue intacta: los participantes son actantes-P, los conductores y otras figuras (integrantes del jurado, panelistas que debaten, profesores u otros asesores de los participantes) representan a la institución mediática. Sea en su variante más cercana al concurso (Operación Triunfo, Súper-M, Pop-Stars, Nace una estrella, Camino a la gloria, etc.), o en la del encierro (El Bar, Gran Hermano), lo que se produce es un fenómeno particular: el efecto -más buscado y previsto en el primer grupo de programas, consecuencia indirecta pero no menos fuerte en el segundo- es la puesta en escena de la transformación del actante-P en una figura mediática.
Lo interesante es que esto moviliza una maquinaria discursiva e interdiscursiva mucho más amplia que un programa de entretenimientos tradicional, al tiempo que se abren instancias enunciativas muy diferentes dentro del género.
Reality-game-shows: la convivencia de los distintos modelos televisivos
Más allá de optar por la historización del medio televisivo propuesta por Eco (1986) (que distingue dos etapas, una paleo- y una neo-), o la señalada por Verón (2001) (que prefiere tres épocas, signadas por tres juegos de interpretantes diferentes en la enunciación nación/ciudadano, institución mediática/consumidor, y un tercer momento que marca el fin de la televisión masiva y la mediatización del espacio cotidiano), creo que es central atender al fenómeno de la convivencia de esos modelos televisivos que se está dando en la actualidad. Me parece que los programas “paleo-” y “neo-” (o los que en producción proponen cualquiera de las tres estructuras enunciativas que sugiere Verón) conviven en un mismo flujo televisivo, y esa convivencia genera un sistema de reenvíos con efectos propios.
No voy a extenderme en un problema complejo en sí mismo. Simplemente voy a marcar que, para Gran Hermano, Operación Triunfo, y el resto de los RGS, son tan importantes las emisiones del reality propiamente dicho, como las meta-discursividades que -desde una enunciación más “paleo-”, o más cercana a los interpretantes de la primera o segunda fase veronianas- los comentan, habilitando de ese modo que cada RGS se constituya en el fenómeno deseado. Fuera de esos haces de reenvíos entre los realities y los demás géneros el fenómeno no tiene lugar.
Dos son los tipos genéricos que apuntalan a los RGS: los “periodísticos” y los de “espectáculo”. En el primer conjunto se agrupan básicamente los noticieros y otros espacios informativos que anticipan, siguen y comentan los avatares más importantes del devenir de un reality: producen el acontecimiento. Esto tiene un efecto decisivo sobre el estatuto “real” de los participantes, ya que ellos son, hasta allí y para tales espacios periodísticos, “personas comunes” a las que les pasa algo en sus vidas (y no algo que le pasa a los medios); aún no son estrellas, sino ciudadanos comunes y corrientes afectados por una situación extraordinaria: no pertenecen a los medios sino al mundo.
En el segundo conjunto se ubican los programas de espectáculos. Éstos van recogiendo paulatinamente el fenómeno y disponiendo en su agenda de temas las aventuras de estas celebridades noveles. De a poco, van introduciéndolos como personajes del universo de la “farándula”, del “ambiente” y es allí cuando se produce así el quiebre: el actante-P se ha transformado en un famoso.
Esta confirmación meta-discursiva es imprescindible para el género. Si observamos con atención, podemos constatar que, dentro del conjunto de programas de juegos y entretenimientos, el RGS es el único género que opera siempre bajo esta modalidad “parásita”. Como mecanismo confirmatorio, las producciones más logradas presentan su propio debate, su propio espacio de entrevistas, e inclusive, sus propias revistas de chimentos que -a la manera de la prensa del espectáculo- narran acerca de los bordes de lo público y de lo íntimo de cada personaje.
Si la televisión actual, en general, mezcla programas “paleo-” y “neo-” (o de los diferentes interpretantes), el sistema de reenvíos de los RGS es el fenómeno paradigmático de este momento, ya que requiere decisivamente de dicha convivencia genérico-estilística.
¿Quién merece estar en los medios?
Esta pregunta no es ociosa, es la que se hace (o puede hacerse) cualquiera ante la aparición de un desconocido en un espacio destinado a celebridades; inclusive, es la que se hacen en los programas meta-televisivos: “¿quién es tal?” (la pregunta completa sería: ¿quién es tal para ocupar ese espacio en los medios?). Acaso, bajo ese sesgo, haya sido creada hace unos años en Argentina la categoría de “mediáticos”, que clasifica gente cuyo único mérito es estar en los medios sin mérito mediatizado.
Tal como propuse en otra parte (Cingolani 2005a), hay dos tipos de programas de juegos que son diferenciables en producción por sus estrategias enunciativas:
a) un tipo de programas en el que el televidente puede hacer algo semejante a lo que hace el participante: adivinar, responder y hasta rivalizar con otros, es decir, jugar con el programa. Esto constituye al televidente en sujeto del juego aún permaneciendo en su ámbito de espectación. Pertenece a este grupo la mayoría de los programas de preguntas y respuestas.
b) un segundo tipo de programas en el que, al contrario, el televidente no puede asimilarse al participante en sus acciones (o, si lo hace, no por ello se convierte en sujeto del juego), por lo que sólo puede ser observador de las mismas. A cambio, es convocado a ocupar otro rol: el de jurado. El televidente puede tomar partido y juzgar (desde su lugar de espectador) quiénes son merecedores de la victoria o quiénes deben quedar afuera. Corresponden a este conjunto, básicamente, los concursos, los talk-game-shows (TGS) y los RGS.
Me detendré aquí sólo en este segundo tipo. El participante (sobre todo, en los TGS y en los RGS) suele poner en juego un saber o una habilidad (cantar, actuar, modelar, jugar al fútbol, cohabitar); pero eso es sólo una parte de su jugada, tal vez la más ligada al contenido del relato: ganar el concurso, ser finalista en el encierro. Pero el participante, además (o principalmente), se pone en juego a sí mismo. ¿En qué sentido? El relato, enunciativamente, concierne a esa progresiva transformación de una persona cualquiera en una estrella. El jugador queda tan suspendido sobre su destreza en la actividad de la competencia, como sujeto al manejo de su imagen en los medios (digo “su imagen” en sentido técnico, podría decir “de sí mismo”).
Aquí se desdoblan las estrategias. Tal como comenta Verón acerca de Gran Hermano, cada participante afronta dos espacios estratégicos: el de su nominación en el ámbito interno, y el de su impacto en el televidente que elige quién sigue y quién queda afuera. Según entiendo, sobre ellos se cruza el problema de la espontaneidad.[4] Los participantes “¿son o se hacen?”[5]. Esta duda se asienta en ambos espacios y estructura los movimientos estratégicos. El espacio “interno” del juego (convencer al jurado o a sus compañeros) es una fase que tiene como consecuencia nominaciones y/o votos (a favor, en contra) y justificaciones de voto (“sos muy buen cantante”, “sos un mal artista”, “sos un gran compañero”, “sos una persona falsa”, etc.); ambas acciones son mediatizadas. Por su parte, el voto de los televidentes es “mudo” (no se acompaña de justificaciones que se mediaticen) y queda condicionado, además, por la mediatización de la fase anterior.
En cualquiera de los casos, se vuelve central para cada participante que sus estrategias no se vean como tales. Quiero decir, es evidente que en este punto, la estrategia más efectiva es la que no se ve, la que se transforma en espontaneidad, en autenticidad. Lo contrario a la espontaneidad supondría un “hacer-de” que, más que un “ser”, significa un actuar, un representar… ¿Estos participantes actúan? Este problema es el que, enunciativamente, está en el centro de la cuestión; no en vano aparece y reaparece en los trabajos académicos, en la crítica de los medios y en la palabra de los televidentes. Pero es una pregunta que tiene dos respuestas posibles, según dónde nos ubiquemos para establecer la perspectiva[6].
Muchos de los autores confluyen en los interesantes trabajos de Goffman acerca de la distancia entre la autenticidad y el fingimiento, entre la espontaneidad y la conducta calculada. Según ello, es claro que arriesgar una respuesta sustentada en el contraste entre lo manifiesto y lo interior resulta inalcanzable: nada más inefable, por definición, que esa “interioridad” en la que reside la presunta autenticidad. El problema desemboca, obviamente, en la brecha que introduce la creencia. La catalogación de una conducta como “espontánea” o “guionada” pertenece a la instancia del reconocimiento y no de la producción del discurso que es dicha conducta. Sólo la creencia establece, como socialidad, el carácter que se le asigna a una acción: es porque “B” la considera “auténtica” que la conducta de “A” lo es; basta con que esa creencia se invierta para que “B” crea descubrir en las acciones de “A” el gesto confirmatorio de su sospecha.
Como ya he dicho, en la convivencia entre las diferentes modalidades de la televisión convocadas por estos géneros nuevos, lo periodístico está llamado a producir el acontecimiento, la meta-prensa del espectáculo es necesaria para catalogar quién es célebre, y los reality-game-shows para poner en la escena mediática el proceso de decisión de quién merece y quién no estar en la TV. La necesaria segregación entre el actante-P y la institución-medio se produce y sostiene ad hoc. Y en estos programas -mientras los participantes juegan a otra cosa- es el televidente el que juega a decidir quién merece transformarse en célebre.
Bibliografía
Andacht, Fernando. El reality show: una perspectiva analítica de la televisión, Buenos Aires, Norma, 2003.
Barreiros, Raúl. “El público como paisaje en el show de TV”, ficha de cátedra Comunicación III, FPyCS, Universidad Nacional de La Plata, 1997.
Cingolani, Gastón. “El actante-P: notas sobre la construcción televisiva del hombre ‘común’ y ‘real”, en memorias de las VIII Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación, FPyCS, UNLP, septiembre de 2004.
___________ “Programas de juegos y problemas de enunciación televisiva”, inédito, 2005a.
___________ “Puestas en escena del “hombre común”: enunciación, institución y dispositivo en los shows informativos”, inédito, 2005b.
Eco, Umberto. “TV: la transparencia perdida”, en La estrategia de la ilusión, Barcelona, Lumen, 1986.
Lacalle, Charo. El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento, Barcelona, Gedisa, 2001.
Livingstone, Sonia y Lunt, Peter K. “Un público activo, un telespectador crítico”, en D. Dayan (comp.) En busca del público, Barcelona, Gedisa, 1997.
Macé, Eric. “La télévision du pauvre”, en Hermès, Nº 11-12, 1993 (publicado en castellano como “La televisión del pobre. Sociología del ‘público participante’: una relación ‘encantada’ con la televisión”, en D. Dayan (comp.), Op. Cit.
Martínez Mendoza, Rolando. “Una tipología de las conversaciones mediáticas en la televisión argentina actual”, en memorias de las VIII Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación, Op. Cit.
Petris, José Luis. “Protoespacio televisivo: mediación-espectáculo-espontaneidad”, en Actas del V Congreso de RED COM-Argentina, Universidad de Morón, agosto de 2003.
Verón, Eliseo. Efectos de agenda, Barcelona, Gedisa, 1999.
___________ “Les publics entre production et réception: problèmes pour une théorie de la reconnaissance”, Cursos de Arrabida, Portugal, septiembre de 2001.
___________ “Expedición Robinson, ni realidad ni ficción”, en Espacios mentales, Barcelona, Gedisa, 2002.
Notas
* El presente trabajo se inscribe en el Proyecto de Investigación: “Juicios de gusto, consumos culturales y producción de sentido: análisis semiótico-discursivo de las condiciones de reconocimiento de programas televisivos ‘lúdicos’ y ‘con participación del público”, que es llevado a cabo por el Mg. Gastón Cingolani, durante el período 2004-2006, bajo la dirección del Dr. Eliseo Verón y la codirección del Prof. Raúl Barreiros, en el programa de Becas de Formación Superior en la Investigación Científica y Tecnológica de la Universidad Nacional de La Plata.
[1] Cabe recordar que en la ficción abundan los personajes que representan a personas ignotas; pero esos personajes no entran en esta categoría por no asumir del mismo modo el estatuto de “reales”.
[2] En los programas de preguntas y respuestas de la TV argentina, existe el aislado caso de Claudio María Domínguez cuya figura, a la larga, trascendió su participación en “Odol pregunta”.
[3] Ensayé una descripción detallada de la relación conductor-participantes en Cingolani 2005a.
[4] Cuando menciono el problema de la espontaneidad me hago eco del enfoque enunciativo que propone Petris (2003).
[5] Esta pregunta subtitula un apartado en el trabajo de Andacht (2003).
[6] Para el observador de la semiosis (Verón, 1999) -posición epistémica que se funda precisamente en la suspensión de la creencia (= no querer determinar si “son o se hacen”)-, el análisis de las acciones de los participantes de un RGS sólo puede realizarse tomando en consideración las estrategias enunciativas de esa puesta en escena, pero nunca orientarse a dilucidar el carácter auténtico o inauténtico de la misma. Por su parte, el espectador y el crítico ven en transparencia el comportamiento de los participantes, el carisma del conductor, la injusticia del jurado… Si perciben ausencia de espontaneidad, falso talento, segundas intenciones, ha fallado la puesta en escena del participante: el jurado dirá “no es un buen artista”, el compañero de encierro considerará que será mejor sacárselo de encima, y el televidente que vota habrá decidido que ese participante no merece estar en los medios.