Graciela Falbo y Susana Caprara* |
Aproximaciones a la crónica periodística en Latinoamérica
Contenido
Especificidad de la crónica
Contextos
La tradición de la crónica en Hispanoamérica
En la contemporaneidad
Crónicas, Latinoamérica y globalización
Notas
“Los pronosticadores, los llamados analistas políticos, quienes se dedican a la interpretación del presente viven en aprietos: se equivocan siempre. Me parece que si uno quiere saber qué está pasando encontrará más signos en la literatura que en las miradas profesionales decididas a construir hipótesis. Algunos hechos políticos no se perciben o se perciben de modo equívoco, y entonces siempre se está con esa sensación de sorpresa. Tendemos a estar muy atados al acontecimiento inmediato y a sus efectos; yo intento ver por debajo de lo que se ve a primera vista”.
Ricardo Piglia, Página 12, 21-9-2003.
En las últimas décadas, numerosas investigaciones y ensayos producidos desde la Crítica Literaria y desde los Estudios Culturales se enfocaron sobre las modalidades discursivas instaladas en el cruce de la literatura y el periodismo. Estas formas, que no admiten una clasificación sencilla, comienzan a ser reconocidas a la luz de las nuevas orientaciones como espacios emergentes que permiten leer nuevas relaciones, como las establecidas entre arte y no arte, literatura y paraliteratura o literatura popular, cultura y cultura de masas.
En nuestra investigación, convenimos en usar el nombre de crónica para designar a un tipo de discursividad que entra en el repertorio de lo informativo bajo distintas denominaciones, muchas de las cuales responden a nomenclaturas que fueron dadas por los mismos periodistas, en un intento por diferenciarlas de otras narrativas o discursos característicos del periodismo. De ese modo, bajo el nombre genérico de crónica es posible agrupar aquello que se conoce como periodismo narrativo, no ficción, periodismo literario, nuevo periodismo, perfiles, reportajes, etc. Esta generalización subscribe la mirada de varios estudiosos del tema (Angel Rama y el ensayista portorriqueño Julio Ramos, entre otros) quienes concuerdan en llamar crónica a esta discursividad caracterizada por la multiplicidad de tópicos que abarca, los estilos personales de los cronistas y las formas cambiantes que adopta.
Desde esta perspectiva, nuestra aproximación a la naturaleza de la crónica no se propone alcanzar una nueva clasificación, sino que apunta a desinstalar este discurso del lugar marginal y marginado que ocupó, tanto desde las instituciones periodísticas como desde las literarias, para ubicarlo bajo una nueva luz que, a su vez, abra el campo para permitir futuras formas de análisis. Tradicionalmente, el espacio de inflexión y cruce del periodismo con la literatura ha recibido la nomenclatura de género híbrido, en el sentido de indeterminado: no es periodismo ni literatura. Sin embargo, esta caracterización de híbrido, que había emplazado a la crónica en una zona de información blanda[1], o de entretenimiento, encuentra ahora un nuevo sentido, a la luz de miradas más actuales que provienen de diversos campos científicos. Hoy, la consideración de modelos “híbridos” se ajusta a aquellos que se caracterizan por su complejidad. En Teoría de la Cultura, cuando se describen los procesos de hibridación, se emplean términos tales como heterogeneidad, diferencia, diversidad, y el fenómeno de hibridez representa un acto de comunicación transcultural. Estos enfoques permiten realizar, desde el periodismo, otra mirada sobre el género, considerando estos espacios de hibridez como movimientos nómades de fenómenos culturales, con relación al Otro y a la Otredad, que se apartan de una mirada logocéntrica.
En lo que respecta a la institución literaria, también han cambiado los cánones desde los cuales se consideraba a la literatura exclusivamente ligada al aislamiento del “arte purismo”. Hoy ya no es posible ver a la literatura, en cuanto arte, como una categoría separada del proceso social que la contiene y de su participación en la multiplicidad de la práctica cultural. Se acepta que un texto deviene “literario” cuando es usado como tal por una comunidad de lectores y escritores. La literariedad de una obra ya no depende sólo de la intención con la que fue producida, ni de sus características intrínsecas, sino de la manera en que es valorada, interpretada y recordada por cada público concreto.
Albert Chillon (1999) analiza el peso creciente que la industria de la comunicación ha adquirido en la cultura contemporánea y señala que este ha sido, sin duda, uno de los factores que ha impulsado la redefinición del canon literario tradicional, generando modos singulares de escritura periodística “que, en ciertos casos, han alcanzado un alto valor artístico, hasta el punto de influir en la fisonomía de las formas literarias tradicionales”.
Desde este lugar es que nos interesa “leer” a la crónica como una práctica comunicacional que trabaja un discurso particular. Este discurso es capaz de hacer visible la complejidad del fenómeno social narrado mediante estrategias enunciativas que dan cuenta de una combinatoria de niveles en las dimensiones estéticas[2],, políticas y culturales, a partir de técnicas transubjetivas que atraviesan el relato de lo “real” de que disponen los medios.
Especificidad de la crónica
La crónica contemporánea escapa a una definición que vea en ella la simple adhesión al campo de lo subjetivo, o que la limite a la exclusiva incorporación de técnicas literarias al relato referencial, como búsqueda de efectos esteticistas. Carlos Monsivais (1985) señala que lo que aleja a la crónica del periodismo moderno es el dominio artesanal sobre las urgencias informativas, y sostiene que es esa preocupación en el tratamiento formal lo que la acerca al discurso literario, al tiempo que admite que la crónica es el arte de recrear literariamente la realidad. Desde esta perspectiva, el autor señala el papel trascendente de la crónica en la experiencia cotidiana de sociedades que, como la mexicana, están sometidas a la masificación y a la presión social dominante. Esa función social que asume la crónica es el resguardo de la memoria, pero no sólo como registro de nombres o fechas sino, también, como búsqueda del significado que se encuentra detrás de los acontecimientos. Como sostiene Monsivais:
“Una encomienda inaplazable de la crónica: dar voz a los sectores tradicionalmente proscriptos y silenciados, las minorías y las mayorías de toda índole que no encuentran cabida ni representatividad en los medios masivos. Se trata de darle voz a los marginados y desposeídos oponiéndose y destruyendo la idea de noticia como mercancía, negándose a la asimilación y recuperación de la ideología de clase dominante”.
Es desde este lugar que la crónica es capaz de funcionar por sí misma como forma independiente, más allá del hecho que le dio origen, el marco temporal, e incluso el espacio gráfico en el que fue inicialmente situada. Por eso estos discursos, aunque por procedencia pertenezcan a los cánones del periodismo, no participan de la condición de efímeros, y continúan actuando largamente en los procesos culturales, recuperados en antologías o compilaciones, trascendiendo el tiempo en que fueron gestados.
Contextos
Los cambios producidos en las sociedades, a partir de la formación de lo que luego sería la sociedad de comunicación de masas, en el tránsito de los siglos XIX a XX, inciden en la escena literaria tradicional. Las formas corrientes de producción y consumo de literatura empezaron a modificarse alrededor de 1830, con la irrupción incipiente de la prensa. Hasta aquellos años, todavía se designaba literatura a un conjunto de textos impresos, producidos por minorías cultas y consumidos por un público selecto de condición aristocrática o burguesa. Ahora, el escritor encuentra un nuevo espacio en los diarios y también un nuevo público que se amplía.
Hacia 1870, fecha en que es fundado el diario La Nación en la Argentina, las cifras demuestran un crecimiento de lectores sorprendente. Para 1877 el número de diarios que había, para 2.347.000 habitantes, era de 148. Ese año, Argentina ocupó el cuarto nivel mundial de lectura de periódicos en promedio por habitante; mientras que en 1882, cuando la tirada alcanzó los 322.500 ejemplares diarios, pasó al tercer lugar. Entre 1887 y 1890, La Nación vendía 35 mil ejemplares por día. Sin duda, el periódico era el más moderno y modernizador de la época. En él publicaron Martí y Darío gran parte de sus crónicas.
En efecto, hacia la década de 1880, junto con el nacimiento de la literatura modernista y las fuertes transformaciones sociales, se produjo la profesionalización del escritor y se incorporaron a los más importantes periódicos latinoamericanos figuras de la literatura como José Martí, Rubén Darío y Gutiérrez Nájera, entre otros. Estos escritores comenzaron a introducir en sus crónicas una nueva visión del mundo, dando cuenta de los procesos de transformación social que se sucedían en una época marcada por las nociones de progreso, cosmopolitismo, abundancia y un inagotable deseo por la novedad. Ideas relacionadas con los rápidos adelantos tecnológicos, el avance de los sistemas de comunicación y, sin duda, la lógica de consumo que las leyes del mercado estaban instaurando. Así, en los grandes periódicos se instala una crónica que propone un nuevo discurso que responde a la época y refleja, en sí mismo, las contradicciones múltiples de ese período. En la definición de Angel Rama (1971), el modernismo “no es sino un conjunto de formas literarias que traducen las diferentes maneras de la incorporación de América Latina a la modernidad”.
A propósito de su estudio sobre las crónicas norteamericanas de José Martí, Susana Rotker (1992) ubica en ese período el nacimiento del género en el subcontinente. Frente a las transformaciones que se suceden a velocidades crecientes en los países industrializados, los países latinoamericanos -que todavía no han terminado sus luchas independentistas-, se encuentran inmersos en una realidad social dispar, que se está configurando de forma compleja. José Martí, desde su exilio en Nueva York, escribe para los principales diarios de Latinoamérica sus crónicas (unas 400), que hablan de los violentos cambios que se producen en las sociedades de fin de siglo. Pero lo hace desde una perspectiva que busca desnaturalizar lo referenciado. De este modo dice Rotker:
“Los textos enviados por Martí como corresponsal en Nueva York no se adhieren a una representación mimética y esto no significa que su subjetividad traicione el referente real sino que se acerca de otro modo, para redescubrirlo en su esencia y no en la gastada confianza en la exterioridad (...) su toma de conciencia de las potencialidades de la lengua le permitió crear códigos, que a su vez permitieron (a sus lectores) percibir otras versiones de la realidad”.
Para Rotker, a través de sus crónicas Martí referencia, al tiempo que devela, el fenómeno de las transformaciones que sufren las sociedades bajo el signo de la modernidad. A través del estudio de estos textos, la autora intenta una aproximación a la época y a estas producciones vistas en una tensión problematizadora. De este modo, leer las crónicas es también leer “otra forma de las prácticas discursivas con signos de interacción entre institución, sociedad y formas de discurso”.
Martí llama a estos textos “pequeñas obras fúlgidas”. El escritor consideraba que en tiempos pasados se producían “grandes obras culminantes, sostenidas, majestuosas, concentradas”, mientras que de la mutabilidad de su presente, la resultante no podía ser otra que las “pequeñas obras fúlgidas”. Poemas y crónicas fueron en la práctica, señala Rotker, el nuevo modo de escribir en prosa en Hispanoamérica, un modo por fin independiente -en asunto y forma- de los moldes heredados de España, y de Europa en general. Estas crónicas de Martí no sólo revelaron un sincretismo y originalidad particulares, sino lo fragmentario como cosmovisión. La prosa breve, de vida tan corta y relampagueante como las ideas.
La tradición de la crónica en Hispanoamérica
Los estudios realizados por Rotker sobre las crónicas de José Martí, y su concepción de las mismas como un género híbrido e innovador de la prosa hispanoamericana, permiten pensar en un continuum sin ruptura que, desde el modernismo finisecular, se extiende a lo largo del siglo XX hasta la actualidad. Sin embargo, antes de continuar, no podemos dejar de lado un antecedente más remoto de la crónica en Hispanoamérica como el que propone el ensayista mexicano Carlos Monsivais, quien, además de un estudioso del género, es uno de los grandes cronistas latinoamericanos. Para él, este género encuentra su espacio original en las primeras crónicas de Indias que fueron, se puede decir, textos basales en la historiografía hipanoamericana. Estas primeras escrituras -que intentaban relatar los acontecimientos en el orden en que éstos iban sucediendo- nacieron bajo el deseo de la corona española de sentar el registro y testimonio de la conformación de ese nuevo territorio. Desde ellas se empezó a construir la historia oficial del Nuevo Mundo. Estos textos, que registran y a la vez relatan, conforman en sí mismos los procesos de transformación de las que también dan cuenta sus condiciones de producción: conforme avanzan la conquista y colonización, se incorporan a la historiografía escritores indios o mestizos, a la vez que aparece el historiador general.
Haciendo un veloz recorrido sobre el devenir del género en Hispanoamérica, llegamos al siglo XVIII, momento en que la Ilustración impone una nueva mirada sobre los habitantes del Nuevo Mundo, propiciando debates sobre sus valores intelectuales y morales. Esto, al tiempo que propicia debates, predispone a una mayor atención por los pueblos, su filosofía y ciencias, sobre todo en su dimensión antropológica. Según algunos estudios esta preocupación desemboca en una proliferación de historias de zonas particulares por medio de las cuales el autor pretende exaltar lo genuino de las tierras americanas, esforzándose en darlas a conocer a una Europa que las ignora. Así se llega al siglo XIX, donde la crónica es más bien un cuadro de costumbres por medio del cual se pretende ordenar el espacio de representación nacional o, lo que es lo mismo, “se afirma la nacionalidad glosándola”.
Al respecto, y para ejemplificar lo que ocurre en México, Monsiváis señala de qué modo la crónica asume, en apoyo de la naciente idea de nacionalidad, un esforzado rol político:
“Los escritores del XIX van a la crónica a documentar y, lo que les importa más, a promover un estilo de vida, aquel que ve en la reiteración de las costumbres el verdadero ritual cívico. Los cronistas son nacionalistas acérrimos porque desean la independencia y la grandeza de una colectividad... o porque anhelan el sello de identidad que los ampare, los singularice, los despoje de sujeciones y elimine sus ansiedades y su terror más profundo: ser testigos privilegiados de lo que no tiene ninguna importancia, narrar el proceso formativo de esta sociedad que nadie contempla. De allí, del miedo a la invisibilidad histórica, se desprende un sueño interminable en cuyo centro la Patria Agradecida bendice a quienes crean un país haciendo consciente a una colectividad de la índole de sus tradiciones (que se evocan para declararlas obligatorias)”.
En la contemporaneidad
A mediados de la década del 60, surge en Norteamérica el llamado Nuevo Periodismo, una corriente de periodistas que explícitamente informan su objeción a la objetividad, proponiendo que el periodismo le devuelva al lector lo que la literatura, encerrada en sí misma, ya no puede darle: entretenimiento y emoción estética. El periodista asume las lecciones formales que la literatura le ha enseñado: todo procedimiento será lícito. En palabras de Tom Wolf, estos periodistas no ven por qué haya que establecer ninguna rígida oposición entre contar la verdad y emplear una escritura aventurada, libre y creadora. A esta corriente se une más tarde la Novela de No Ficción; nuevas formas que encuentran su correlato en textos pioneros producidos en la Argentina por Rodolfo Walsh en novelas como Operación Masacre (1957) y, también en México y en Colombia en autores que vienen trabajando ya en sus propias narrativas como es el caso de Carlos Monsivais o Gabriel García Márquez.
Tal vez sea la obra de García Márquez la que deja una fuerte marca en el devenir del género en Latinoamérica por lo prolífica y versátil, y también porque -como él mismo ha expresado- su talento como narrador se depuró escribiendo en los periódicos colombianos. De modo tal que la evolución de su trabajo periodístico estuvo signado por la incorporación progresiva de elementos narrativos al periodismo de opinión y al reportaje. El género instala, entonces, su espacio discursivo en respuesta a los cambios sociales que se suceden en este subcontinente; espacio constelación, como lo nombró Julio Cortázar. Un territorio de hibridaciones donde las convergencias históricas son también zonas de intersección en las que juegan la diversidad de culturas y tradiciones, una complejidad cuyas tensiones irresueltas requiere de una voz polifónica que contenga los matices necesarios para narrarla.
La crónica contemporánea de la mano de los periodistas-escritores prospera en nuevas formas que, de uno u otro modo, avanzan sobre la idea de tornar visible la imposibilidad de la transparencia enunciativa a través de hacer ostensible la escritura: se trata de no ocultar que el texto siempre responde a un proceso de selección, a un principio ordenador. Poner esto por delante es, según Rotker, “acercar a los hombres la conciencia de que aquello que leen no es incuestionable; que aquello que leen, sea lo que fuere, no es lo real sino su representación”. Mediante el énfasis puesto en el aspecto formal del tratamiento, la crónica intenta hacer resistencia contra la versión periodística de la realidad. Según el escritor Boris Muñoz (2003), el cronista exhibe su punto de vista en el relato, pero éste no aparece dicho, se fragua en el discurso y no simplemente referenciado o argumentado como idea. El periodista-escritor busca patentizar en la forma los sentidos múltiples que atraviesan la realidad mostrada (o la que el periodista intenta mostrar). Para el autor, éste es un gesto de diferenciación que permite reconfigurar la realidad empírica desde una mirada diferente al relato de lo real presentado por los medios.
De esta manera, la diferencia entre la realidad referida y esta otra realidad configurada, desde un trabajo conciente con la escritura que puede hacer un periodista, no es una mera diferenciación de entretenimiento. No se trata de estetizar la realidad, sino de entender el estatuto del discurso poético (en el sentido que da Jackobson a esta función); forma que permite abarcar una realidad mostrando (o dejando a la vista) la gama de dimensiones que la atraviesan, y la multiplicidad de sentidos que la configuran. Al enfocar los acontecimientos y situaciones desde la construcción de una forma el cronista puede echar mano de todos los enunciados y posibilidades enunciativas disponibles para, de este modo, completar la percepción de la realidad, desencajándola del lugar en que ha sido instalada. Esto permite interrogar a los fenómenos con nuevas y más eficaces preguntas.
En Latinoamérica el género asume su versatilidad en autores como Elena Poniatowska, Miguel Barnet, Tomas Eloy Martínez, Juan Villoro, Vicente Leñero, y tantos otros. Lo hace en tensión con las nuevas problemáticas sociales a través de la recuperación de las voces populares, reconociendo a estas como zonas de resguardo y representación de la memoria colectiva. Como así también, respondiendo a la propia formación cultural de sociedades nutridas en lo popular y donde, como señala Chillon, “muchos escritores en Latinoamérica han conjugado la atención a la tradición literaria culta con la sensibilidad hacia la rica tradición en narrativa oral de los pueblos americanos, donde la figura del cuentero tiene un papel relevante”.
Crónicas, Latinoamérica y globalización
Como ya dijimos, la crónica mediante su forma textual contraría la lógica de la prensa objetiva, y la subjetividad amplía la escala discursiva del formato periodístico tradicional. El lugar desde donde el periodista establece su ángulo intenta resistir el sistema de representación instalado, para ofrecer una mirada alternativa con la que busca complejizar y ampliar la percepción de la realidad que tiene la comunidad de lectores. De este modo, les permite ver a través de los acontecimientos de la trama, otras significaciones.
La comunidad lingüística y las importantes convergencias históricas son razones escasas para autorizar cualquier relato no suficientemente polifónico en América Latina; aunque las presiones de la globalización, que intenta -a través de la economía y la política- homogeneizar el espacio cultural, no facilitan el ejercicio de estos discursos. Sin embargo, la globalización también ha provocado una reacción plural de prácticas de resistencia, que intentan desestabilizar y redefinir el proceso global. Es en estas prácticas donde la crónica vuelve a encontrar un espacio de elaboración privilegiado. Frente a otras formas de producción de la literatura y el periodismo, se abre paso conservando un principio de empatía con los sujetos y realidades que aborda. De este modo, logra dar cuenta de un presente común, fracturado por profundos conflictos.
Cronistas como Pedro Lemebel (Chile) y Martín Caparrós (Argentina), pese a sus evidentes diferencias, coinciden en trabajar la escritura como forma que se propone interrogar el imaginario global. Buena parte de esa resistencia de los márgenes se puede ver en acción en las crónicas de Lemebel. En su doble condición de travesti e intelectual comprometido, ha representado para los círculos afines al poder un personaje incómodo, capaz de desestabilizar el relato nacional. Sus crónicas son vehículo de denuncia de las desigualdades que ocurren en la sociedad chilena. Por otra parte, el discurso literario de Lemebel -trasgresor permanente de la estética y la moral de su época- intenta, además, revelar la condición de alteridad y solidarizarse con ella. Para el autor, no se trata sólo de reivindicar al otro denunciando un orden injusto, sino de descubrir las trampas de la dependencia ideológica que se ocultan en las prácticas cotidianas. En su prosa, varias hablas orales se interpolan en la crónica. Desde lo patético a lo cómico, el lenguaje abre lo público en lo privado y viceversa; porque la crónica es el género de los entrecruzamientos, de la hibridez, de la mezcla.
Asimismo, muchas de las crónicas de Martín Caparrós permiten ver la relación entre la profundización de la brecha económica y la pérdida de los espacios de participación, pero de una manera ambigua. Estas contradicciones se reflejan en las variadas prácticas de supervivencia que se narran en sus crónicas de La guerra moderna. Para Caparrós, esta es la guerra de las asimetrías entre capital, conocimiento y calidad de vida, que se libra en casi todos los rincones del planeta. Particularmente en el caso de las crónicas sobre Argentina, el imaginario de la globalización se manifiesta en la creciente disociación entre la política de los gobiernos y las necesidades de la sociedad.
El autor pone también la mira con frecuencia en los medios de comunicación. Desde este ángulo, de manera similar, tanto él como Lemebel apelan a los medios como instrumentos donde el conocimiento de la realidad se organiza y articula en la esfera pública. Caparrós observa que los medios son factores de espectáculo, incluso cuando intentan ser críticos de la situación representada. Por eso, descalifica a la prensa por considerar que lo que ésta publica no tiene nada que ver con la vida de la mayoría de los argentinos. Por este motivo, sus crónicas se transforman en una especie de metarrelato que intenta descentrar el funcionamiento de los medios con el propósito de corregir la percepción de la realidad. Desde su enfoque, la misión del cronista sería, entonces, alertar al lector sobre la falta de inocencia de la realidad visible, develando lo que esta esconde.
En suma: se trata de la búsqueda del significado que se encuentra tras los acontecimientos. Desde este ángulo, Boris Muñoz sostiene que los cronistas están comprometidos con la tarea de escudriñar la realidad para darle sentido, con un lenguaje no desgastado a fuerza de tautología y mediatización, pero no por ello menos eficaz en su poder, por pequeño que éste sea.
Bibliografía
Chillon, Albert. Literatura y Periodismo, una tradición de relaciones promiscuas, España, Ed. Universidad autónoma de Barcelona, 1999.
Eagleton, Ferry. Una Introducción a la Teoría Literaria, México, FCE, 1983.
Eco, Umberto. Obra abierta, Barcelona, Editorial Ariel, 1990.
García Canclini, Néstor. Latinoamericanos buscando lugar en este siglo, Buenos Aires, Paidós, 2002.
Monsivais, Carlos. A ustedes les consta (Antología de la crónica en México), México, Biblioteca Era, Serie Crónicas, 1985.
Rama, Angel “La dialéctica de la Modernidad en José Martí” en Estudios martianos, Universidad de Puerto Rico, 1971, p. 129
Rodríguez Luis, Julio. El enfoque documental en la narrativa hispanoamericana, México, FCE, 1997.
Rotker, Susana. La invención de la Crónica, Buenos Aires, Ediciones Letra Buena S.A., 1992.
Muñoz, Boris. Ciudad, Violencia y Globalización en la crónica latinoamericana contemporánea, Tesis Doctoral, State University of New Brunswick, New Jersey, 2003.
Williams, Raymond. Marxismo y Literatura, Barcelona, Península, 1980.
Notas
* Las Profesoras Graciela Falbo y Susana Caprara son docentes de la materia “Taller de Escritura Creativa”, correspondiente al Ciclo Superior de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.
[1] En el sentido periodístico, noticia dura (hard news) es “el relato objetivo de hechos y acontecimientos relevantes para la vida política, económica y cotidiana”. Su opuesto es la noticia blanda (soft news) “textos más leves y sabrosos que no precisan tener relación inmediata con la descripción de un acontecimiento (por ejemplo, un perfil)” (Novo Manual de Redaçao de Folha de Sao Paulo, 1992).
[2] (...) Uno de los elementos de la singularidad del discurso estético viene dado por el hecho de que se rompe el orden de probabilidades de la lengua, destinado a transmitir significados normales, precisamente para aumentar el número de significados posibles (Eco, 1990).