Ángel Pablo Tello




El nuevo imperio*


Contenido
El Imperio
Notas

Algo que resulta evidente pero no siempre es admitido: la globalización plantea nuevos escenarios en la lucha por el reparto del poder en el mundo. Desde Thucídides, pasando por Tito Livio, Maquiavelo, Hobbes, Hegel y otros, el poder y su posesión han estado en el centro del debate como uno de los rasgos principales de la condición humana. Esto nos brinda un marco adecuado para comprender, siempre desde el ángulo de la lucha por la posesión de este último, los problemas que este proceso de globalización acarrea con sus manifestaciones en la distribución global de la riqueza, el debilitamiento de lo político y del Estado.

Una de las características estudiadas de la globalización es el desarrollo impetuoso de los mercados financieros, la deslocalización de las empresas y la concentración de la riqueza en pocas manos, así como la emergencia de una cantidad cada vez más importante de excluidos y marginados de este modelo. Esto tiene consecuencias importantes sobre el debilitamiento de lo comunitario y lo político que se reflejan en una pérdida de presencia de la Nación como espacio donde se realiza la identidad, ámbito en el cual se expresan solidaridades y su correlato político en la estructura del Estado. El “sálvese quien pueda” es el leitmotiv de una corriente que va más allá de los individuos tomados de a uno y que beneficia a determinados sectores perjudicando a otros. A ello debe agregarse la imposición de teorías neoliberales que han hecho del mercado una suerte de verdad revelada como si se tratara de un mandato divino.

La modernización provocada por la globalización creó un mundo más sano y más rico en el cual las condiciones para una mayor igualdad se encuentran presentes. El capitalismo, gran vencedor de este proceso, genera en la actualidad riquezas como no se han conocido en otros períodos de la historia. ¿Es el capitalismo el problema? El problema es el capitalismo sin control, sin el contrapeso de un sistema de valores cuya ausencia pone en riesgo a la propia democracia y se transforma en una fuente generadora de conflictos de todo tipo. Hoy se ha instalado una suerte de totalitarismo económico. Esto viene acompañado por un discurso ideológico, un pensamiento único, según el cual nada se puede hacer que no contemple la fórmula elaborada en los centros de poder. Como si se tratara de una maldición del Supremo: aquél que se aparte del camino prefijado sufrirá los peores males y condenas que se pueden imaginar.

La última doctrina del presidente de los Estados Unidos George W. Bush, a través de los “ataques preventivos”, los “terroristas” y “Estados delincuentes”, confirma desde el punto de vista militar el comportamiento del Imperio y la necesidad de imponer el pensamiento único, a cualquier precio.

Esta globalización con su centro en el poder de los EE.UU, además de debilitar gravemente a los Estados y provocar un rediseño de la economía mundial, posee una ideología aún aceptada por intelectuales seudoprogresistas, según la cual no existen alternativas fuera de este sistema. Michael Hardt y Antonio Negri, por ejemplo, en su libro Imperio, versión fatalista de la globalización, adoptan el discurso único y proponen variantes dentro del modelo sin cuestionar las bases del mismo.

Dice por otro lado Joseph Stiglitz: “Escribo este libro porque en el Banco Mundial comprobé de primera mano el efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países”. Y señala: “La globalización no ha conseguido reducir la pobreza, pero tampoco garantizar la estabilidad”.[1]

En relación con la política de la globalización, el Nóbel 2001 observa: “Si los beneficios de la globalización han resultado en demasiadas ocasiones inferiores a los que sus defensores reivindican, el precio pagado ha sido superior, porque el medio ambiente fue destruido, los procesos políticos corrompidos y el veloz ritmo de los cambios no dejó a los países un tiempo suficiente para la adaptación cultural. Las crisis en un paro masivo fueron a su vez seguidas de problemas de disolución social a largo plazo, desde la violencia urbana en América Latina hasta conflictos étnicos en otros lugares, como Indonesia.”[2]

El Imperio

El término Imperio resulta apropiado para comprender la realidad del momento, porque se ha instalado una configuración unipolar del poder, con centro en los Estados Unidos, y porque la comparación con el Imperio romano en su época, quizás también con otras estructuras imperiales como los turcos o británicos, más el análisis de la teoría del equilibrio de David Hume, ayudan a entender comportamientos y actitudes y a prever, aunque sea de manera aproximada, el curso de los acontecimientos.

Michael Hardt y Antonio Negri en su trabajo del año 2000, proponen un análisis de esta nueva realidad que hoy vive el planeta. El libro en cuestión es, quizás hasta hoy, el intento más serio para penetrar los meandros del mundo moderno desde un autoproclamado pensamiento progresista aunque, en mi opinión, insuficiente y parcial.

Según Hardt y Negri, el Imperio moderno se fundamenta en la construcción de un poder de nuevo tipo basado en una superestructura jurídica similar a la pensada por el eminente jurista Kelsen. Desde esta visión del derecho, el Imperio procura una nueva inscripción de la autoridad, un proyecto nuevo de producción de normas universales y nuevas herramientas legales de coerción que garanticen los contratos y apunten a resolver los conflictos que puedan aparecer.

Según H&N, el Imperio lleva al extremo la coincidencia y la universalidad de lo ético y lo jurídico para todos los pueblos sin distinción. El concepto de Imperio, de esta manera, resulta asimilado a una gran orquesta mundial que ejecuta las melodías bajo la batuta de un director. Aparece así un poder unitario que mantiene la paz social y produce verdades éticas y que, al mismo tiempo, posee la fuerza necesaria para conducir “guerras justas” en las fronteras, contra los bárbaros y hacia adentro contra los sediciosos. El diplomático británico Robert Cooper constata con el realismo típico que caracteriza a los ingleses: “Entre nosotros, observamos las leyes, cuando operamos en la jungla, debemos echar mano a las leyes de la jungla”.

En este escenario, la guerra se asimila a una suerte de acción policial llevada a cabo por un nuevo poder imperial que puede ejercer legítimamente funciones éticas a través de ella; poder imperial que, en alguna medida, aparece sacralizado. La “guerra justa” no aparece ligada ya a la legítima defensa tal como se reconoce en la Carta de las Naciones Unidas, de más en más constituye una actividad que se justifica en sí misma.

“Estados Unidos podrá lanzar acciones preventivas contra Estados y organizaciones terroristas que amenacen su seguridad. Su fuerza militar seguirá siendo lo suficientemente fuerte como para disuadir a cualquier país de intentar equiparar o superar su supremacía como ocurrió durante la Guerra Fría. Siempre se buscará el apoyo internacional, pero no vacilará en actual solo, si fuera necesario, en defensa de sus intereses.”[3]

Estos son los ejes centrales de la política exterior y de la nueva doctrina de la seguridad nacional que el gobierno de George W. Bush anunció en septiembre de 2002, en el giro más agresivo que se conoce desde la gestión de Ronald Reagan y que, seguramente, provocará tensiones a partir del concepto de acción preventiva, al cambiar la tradición que ha guiado las relaciones entre los Estados en los últimos tres siglos y medio.

H&N sostienen que emerge un poder establecido, sobredeterminado en relación con los Estados soberanos, el reconocimiento de este hecho provoca un verdadero cambio de paradigma pues este poder actuaría de manera relativamente independiente del poder de éstos, funcionando como centro del orden mundial y ejerciendo una regulación efectiva sobre todo el sistema. Desde este punto de vista el Imperio no se constituye a partir de la fuerza por la fuerza misma, sino a partir de la capacidad de emplear la fuerza al servicio del derecho y de la paz. Estas apreciaciones se dan de cabeza con la realidad del mundo, en particular con los anuncios realizados por el Presidente de los Estados Unidos que están bastante alejados de las elucubraciones teóricas de estos dos autores: pensando un Imperio justiciero, afable y sin un rostro determinado.

Conviene citar aquí a Samuel Huntington que habla desde el corazón ideológico de este Imperio “sin rostro” que nos describen H&N. Referente a las iniciativas impulsadas en los últimos tiempos por Washington: “...presionar a otros países para adoptar valores y prácticas norteamericanas en temas tales como derechos humanos y democracia; impedir que terceros países adquieran capacidades militares susceptibles de interferir con la superioridad militar norteamericana; hacer que la legislación norteamericana sea aplicada en otras sociedades; calificar a terceros países en función de su adhesión a los estándares norteamericanos en materia de derechos humanos, drogas, terrorismo, proliferación nuclear y de misiles y, ahora, libertad religiosa; aplicar sanciones contra los países que no conformen a los estándares norteamericanos en estas materias: promover los intereses empresariales norteamericanos bajo los slogans de comercio libre y mercados abiertos y modelar la política del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para servir a esos mismos intereses (...) forzar a otros países a adoptar políticas sociales y económicas que beneficien a los intereses económicos norteamericanos; promover la venta de armas norteamericanas e impedir que otros países hagan lo mismo (...) categorizar a ciertos países como ‘estados parias’, o delincuentes, y excluirlos de las instituciones globales porque rehúsan a postrarse ante los deseos norteamericanos.”[4]

En opinión de H&N, el Imperio está llamado a constituirse por su capacidad para resolver conflictos y los ejércitos imperiales intervienen ante la solicitud de una o ambas partes enfrentadas. El Imperio posee el poder jurídico de gobernar sobre lo excepcional y la capacidad de desplegar la fuerza policial, siendo estos dos elementos fundamentales para la definición de un modelo imperial de autoridad, el derecho de intervención y la Corte Penal Internacional legitiman la acción policial a través de un conjunto de valores universales. Nada más alejado de la realidad cuando la potencia central del Imperio, los EE.UU, se convierten en un generador mayor de conflictos en función de su exclusivo interés nacional -la cuestión de Irak así lo demuestra- y este país del Norte no acepta la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. En relación con este punto, Robert Kagan, considerado como el “gurú” de los neoconservadores estadounidenses, dice en un reportaje publicado por la revista L’Express: “Los norteamericanos piensan que, puesto que ellos asumen la inmensa tarea de mantener la seguridad internacional, no pueden hacerlo si son tratados de la misma manera que Costa Rica o Bolivia, ni si sus soldados son arrastrados ante la Corte Penal Internacional”. Excelente definición de lo que se considera doble standard sin calificar cierta soberbia repugnante cuando menciona a dos naciones americanas.

El Imperio aparecería entonces como el centro que sostiene la globalización de las redes de producción y teje la telaraña que encierra todas las relaciones de poder en su orden mundial. También desarrolla una poderosa función policial contra los nuevos bárbaros y contra los esclavos rebeldes. “El oro no hace tener buenas tropas, pero buenas tropas sirven para tener oro”, escribía Maquiavelo en su Primera década de Tito Livio.

Cuando H&N se refieren a los que ellos han bautizado como “biopoder”, lo hacen para significar lo que ellos consideran como extremo final de la modernidad que se abre sobre lo posmoderno, de tal manera que emergen mecanismos de “manejo” más democráticos y más difundidos o interiorizados en el cerebro de los individuos a través de los medios de comunicación y las redes de información. Esto permite pasar de lo que era una sociedad disciplinaria a una sociedad de control. Dice John K. Galbraith al respecto: “La globalización no es un concepto serio. Nosotros, los norteamericanos, lo inventamos para ocultar nuestra política de penetración económica en el exterior”[5].

Cayo Salustio Crispo, historiador romano que escribió La conjuración de Catilina, allá por el año 45 antes de Cristo, refiere: “Pero cuando la república creció gracias al trabajo y a la justicia, y fueron sometidos por la guerra reyes poderosos y doblegadas por la fuerza naciones salvajes y pueblos ingentes, cuando Cartago, rival del poder romano, fue destruida hasta sus cimientos y todos los mares y tierras le estaban abiertos, la fortuna empezó a mostrarse cruel y confundirlo todo. El ocio y las riquezas, deseables en otro tiempo, se convirtieron en lastre y desgracia para quienes habían soportado fácilmente trabajos, peligros y situaciones dudosas y difíciles. Creció primero la avidez de dinero, después la de poder. Esta fue, por así decirlo, la fuente de todos los males. Pues la avaricia destruyó la lealtad, la honradez y las demás virtudes y en su lugar enseñó la soberbia, la crueldad, a desentenderse de los dioses y a considerar todo venal. La ambición forzó a muchos hombres a hacerse falsos, a tener una cosa guardada en el corazón y otra dispuesta en la boca, a estimar amistades y enemistades no por sí mismas sino por el interés y a tener más hermoso el rostro que el espíritu. Al principio estos vicios crecían poco a poco y se castigaban algunas veces. Después, cuando el contagio de extendió como una peste, la ciudad se transformó, y el poder, de ser el más justo y el mejor se convirtió en cruel e intolerable.”[6]

Vale entonces aquello que anunciaba en los años ochenta el Profesor Bernard al sostener que, aunque la ciencia y la tecnología conocen desarrollos extraordinarios que facilitan la vida de los hombres, la condición humana no ha cambiado demasiado desde Platón y Aristóteles; las pasiones, emociones y ansias de poder siguen siendo bastante similares muy a pesar del paso del tiempo.

Desde tiempos inmemoriales, las comunidades humanas han tendido naturalmente a organizarse en torno a un poder concentrado o se fragmentaron en una miríada de zonas independientes. En movimiento de diástole y sístole que la dialéctica ayuda a explicar y a comprender. Hoy nos encontramos frente a una realidad en la cual predomina el movimiento hacia la concentración, con un esquema unipolar desde el punto de vista militar y los Estados Unidos como centro del mismo. Por ello resulta pertinente la comparación con el Imperio romano como antecedente más importante y significativo de la materia en estudio.

Este esquema global presenta una tendencia hacia la multipolaridad desde un enfoque político y económico. Algunos analistas ven en China a la gran potencia emergente de las próximas décadas que, inevitablemente, rivalizará con los Estados Unidos por “fatalidad de posición” como decía Raymond Aron. El actual escenario de Afganistán se desenvuelve en una región donde confluyen las civilizaciones eslava, musulmana, india y china, por esta razón resulta pertinente pensar que en Asia central se está jugando en estos tiempos el futuro de la humanidad. En la tendencia hacia la multipolaridad, hoy podemos prever la consolidación a futuro de un polo europeo con Alemania y Francia como pivotes centrales (¿quizás Rusia?), China e India en Asia y una esfera latinoamericana que buscará mayores márgenes de autonomía frente a Washington.

Lo que enterró el fin del comunismo en los noventa fue un mundo de certezas, instalándose la incertidumbre y la angustia generalizadas acerca del futuro. Un inventario aproximado de los sucesos acaecidos después de aquel tiempo nos muestra el Golfo Pérsico en 1990-1991, Bosnia, Kosovo, Rwanda, Congo, Argelia, Chechenia. Colombia, Medio Oriente, India-Paquistán, Afganistán, 11 de septiembre, etc.

El predominio de la violencia armada en el Sur no debe hacernos creer que se trataría de una especie de “salvajismo cultural”: es la consecuencia de una estrategia de espacialización de la violencia de los países dominantes, países que expulsan hacia el sur las causas más fuertes del conflicto armado. Esto es lo que los países del Norte no supieron hacer durante las dos guerras mundiales del siglo XX. Algunos analistas asignan causas históricas a los hechos violentos que hoy vivimos y es en parte cierto. Sin embargo, debemos reconocer que las guerras actuales comprenden causas políticas y sociológicas muy modernas y es a partir de este enfoque que resultará posible definir responsabilidades y prever las medidas de prevención políticas.

La esencia del Estado y también del Imperio, es decir del Estado que busca la monarquía universal, ha sido siempre la protección contra la guerra, como fue el caso de Roma. Protección que el soberano debe a los ciudadanos y a los aliados, más aún si el soberano es el pueblo como es el caso actual de la República imperial norteamericana.

Dice Alain Joxe: “Pero los Estados Unidos, como Imperio, hoy rechazan asumir la función protectora de sus auxiliares amigos o sometidos. No buscan conquistar el mundo y, en consecuencia, asumir la responsabilidad sobre las sociedades sometidas. Ellos son la cabeza de un Imperio, pero se trata de un sistema que se consagra únicamente a regular el desorden a través de normas financieras y a través de expediciones militares, sin tener como proyecto permanecer sobre un terreno conquistado. Organizan sobre la marcha y de contragolpe la represión de los síntomas de la desesperanza.”[7]

Los recientes sucesos en Afganistán y las bases norteamericanas en Arabia Saudita y Medio Oriente, sin anularlo totalmente relativizan parcialmente este juicio de Joxe. En el caso particular de Asia central, la permanencia de tropas de los Estados Unidos obedecería a la necesidad de controlar el petróleo y las rutas del petróleo provenientes de las ex repúblicas soviéticas de esta región, que normalmente deberán volcar su producción sobre el Mar Negro pasando por Georgia y eventualmente Turquía, o sobre el Océano Indico pasando por Afganistán y Paquistán. Los Estados Unidos, asimilados al esquema geopolítico de Mackinder, asumen principalmente la posición de “potencia de flujo”, es decir, el poder que garantiza que los flujos mundiales, sean de cualquier tipo o naturaleza deben permanecer abiertos y funcionando, sin embargo, esto no es un obstáculo para que, en determinados lugares, consagrados como de “interés vital” para Washington, se puedan establecer contingentes militares en una suerte de versión moderna del limes de Diocleciano.

Nos preguntamos si el poder de los EE.UU es ante todo económico o bien militar, y en qué proporción uno actúa sobre el otro y cómo se articulan. En síntesis, cuál es la definición de la dominación política mundial que ellos han puesto a funcionar bajo el nombre de “globalización” y que conduce a la acentuación de las diferencias entre ricos y pobres, a la aparición de una “casta noble” internacional sin raíces y a la acumulación de guerras sin final. Una pista interesante al respecto la da Anatol Lieven del Carnegie Endowment de Washington DC cuando dice: “...promovido de manera permanente después del hundimiento de la URSS a principio de los noventa por un grupo de intelectuales cercanos a Dick Cheney y a Richard Perle, el plan de la administración Bush apunta a la dominación unilateral del mundo a través de la superioridad militar absoluta.”[8]

Nos preguntamos si la futura misión de las fuerzas armadas de las naciones periféricas consistirá en asumir el papel de las tropas de frontera (limitanei) del Imperio romano, contra los bárbaros, asegurando un escudo protector avanzado a los contingentes móviles (comitatenses) norteamericanos.

Una contradicción importante se le plantea a Washington entre la necesidad de asumir un rol imperial por un lado y una base político-ideológica de libertad y pluralismo por el otro. Recordemos al pasar la evolución del Imperio romano desde la República a la figura del Emperador mediante una acción en la cual las instituciones de la primera continuaron formalmente existiendo al mismo tiempo que se afianzaba el control absoluto del poder por parte del segundo. Habría que considerar también la eventualidad de un pueblo galvanizado por el martilleo incesante de los medios masivos de comunicación y un Presidente de los Estados Unidos ejerciendo arbitrariamente poderes imperiales hacia el resto del mundo.

El filósofo francés Jean Baudrillard destaca: “Para la potencia mundial, tan integrista como la ortodoxia religiosa, todas las formas diferentes y singulares son herejías. En este punto, éstas están destinadas a entrar por las buenas o por las malas en el orden mundial, o a desaparecer. La misión de Occidente (o más bien del ex Occidente porque desde hace tiempo está falto de valores) es de someter a través de cualquier medio las diversas culturas a la feroz ley de la equivalencia. Una cultura que perdió sus valores no puede vengarse contra otras culturas. Aún las guerras -también la de Afganistán- tratan ante todo, más allá de las estrategias políticas y económicas, de normalizar el salvajismo, de obligar al alineamiento de todos los territorios. El objetivo es reducir cualquier área refractaria, colonizar y domesticar todos los espacios salvajes, ya sea en el espacio geográfico como en el universo mental”.

“Lo peor para la potencia mundial no es verse agredida o destruida, lo peor es verse humillada. Y ella fue humillada el 11 de septiembre, porque los terroristas le infligieron algo que ésta no puede devolver. Todas las represalias no dejan de ser un aparato de retorsión físico, por otro lado ésta fue deshecha simbólicamente. La guerra responde a la agresión, pero no al desafío. El desafío no puede ser respondido sino se humilla al otro (no aniquilándolo con bombas o encerrándolo como perros en Guantánamo).”[9]

Este punto de vista va en la dirección ya señalada en este trabajo acerca de la necesidad de encontrar valores superiores a los que hoy pueden ofrecer otras culturas y de los cuales Occidente carece ante una oferta restringida basada en el consumo, el “sálvese quien pueda”, el individualismo a ultranza, etc. El cristianismo pudo con Roma cuando ofreció un conjunto de valores trascendentes. Los Estados Unidos se proponen imponer un mundo a su imagen, no tratándose de un mundo-cosmos sino un mundo unificado por un principio de desorden, moderado por el juego simple de las relaciones de fuerzas que no tiene nada que ver, como bien sostiene Joxe: “con un jardín francés” prolijo y ordenado.

Un “caos” reemplaza desde ahora en forma total y por un largo tiempo al mundo ordenado, maniqueo, de la guerra fría. Pero existen a pesar de todo “formas”, una morfología dinámica, un núcleo superdesarrollado; zonas que se asemejan a constelaciones de grumos de democracia y/o libre mercado, que adoptan la forma de una corona; más lejos, en manchas separadas por membranas institucionales, económicas o militares, flexibles o efímeras, zonas de crisis, con violencias bárbaras ejerciéndose contra basureros sociales, también genocidios; por encima, un sistema de vigilancia que comprende satélites de observación y burocracias que interpretan esas observaciones; también desparramado por todos lados, un sistema represivo, bases y acantonamientos fijos o móviles, coordinados para mantener una logística de intervención militar global; finalmente, sistemas de alianzas y sistemas defensivos bajo comando norteamericano.

Notas
* El presente trabajo se inscribe en el Proyecto de Investigación: “Conflictos y comunicación en la región. Consolidación de la defensa como alternativa estratégica. Nuevas amenazas - Nuevos desafíos - Nuevas respuestas”, dirigido por el Lic. Ángel Tello, codirigido por el Lic. Jorge Szeinfeld e iniciado el 01/01/02 en el marco del Programa de Incentivos a Docentes e Investigadores. Integra el equipo de investigación: Marcela Nastasi.
[1] STIGLITZ, Joseph. El malestar en la globalización, Buenos Aires, Taurus, 2002, p. 11 y 32.
[2] Idem, p. 33.
[3] BUSH, George W. “Seguridad nacional: la estrategia de los Estados Unidos”, Washington, septiembre de 2002.
[4] HUNTINGTON, Samuel. “The lonely superpower” en Foreign affairs, Vol. 78, N° 2, 2002, p. 48.
[5] GALBRAITH, John K. “Entrevista a John K. Galbraith”, Folha de Sao Paulo, Brasil, noviembre 2000, pp. 2-13.
[6] SALUSTIO. La conjuración de Catilina, Madrid, Alianza Editorial, 1988, p. 15.
[7] JOXE, Alain. L’Empire du chaos, Paris, Editions La Decouverte, 2002, p. 10.
[8] LIEVEN, Anatol. Citado en Le Monde Diplomatique, marzo 2003, Nº 588, p. 16.
[9] BAUDRILLARD, Jean. “La violence de la mondalisation” en Le Monde Diplomatique, Nº 584, noviembre 2002, p. 18.