César Diaz y otros |
Cuando ni los "objetivos" ni los "plazos" respetaron la libertad de expresión. La legislación entre 1976-1981*
CÉSAR DÍAZ
MARIO GIMÉNEZ
MA. MARTA PASSARO
Contenido
Del gran acuerdo al primer quiebre entre la dictadura y los medios
La denuncia editorial de los mecanismos invisibles y visibles de censura
Los “no socios” se diferencian ante la “prometida” Ley de Radiodifusión
Se cumple el “plazo”: la sanción de ley 22.285
A modo de conclusión
Notas
Desde una mirada comunicacional que no pierda de vista el contexto histórico, consideramos que el slogan preferido de la dictadura militar que gobernara la Argentina en la década del ‘70 -“no tenemos plazos sino objetivos”- constituye un buen punto de partida para indagar la problemática de la libertad de expresión durante la presidencia de Videla (1976-1981); primera gestión del luctuoso período que hizo que la Argentina fuera definida por Osvaldo Bayer como “el país de los periodistas muertos”[1].
La recuperación y consolidación, en muchos aspectos deficientes, de la vida democrática en Argentina dio lugar a que el espacio público se enriqueciese, con numerosos debates y reflexiones en torno a las prácticas inherentes a los gobiernos y su respeto por los derechos ciudadanos y por la libertad de expresión. En nuestro país, el estudio de ésta problemática, se viene realizando desde nuevas perspectivas analíticas y el invalorable testimonio de los sobrevivientes.
El terrorismo de Estado, implementado a partir del golpe militar del 24 de marzo de 1976, tuvo como objetivo substancial la supresión de los mecanismos de formulación y reconocimiento de identidades colectivas[2], por lo cual el control de la información se convirtió en un instrumento orgánico fundamental de la lógica autoritaria. La historia ha demostrado que "la prensa es un elemento clave para la fijación de la conciencia colectiva de los pueblos"[3], realidad que impulsaría a la dictadura a desplegar un conjunto de redes, formales e informales, tendientes a silenciar a los órganos de difusión. Cabe aclarar que aquel plan devastador y sus medidas restrictivas no encuentran el punto de inicio con la dictadura, pues el gobierno derrocado en 1976 ya había implementado una serie de medidas censorias hacia los medios promoviendo una relación sumamente tensa para con ellos que alcanzó su corolario con la “consensuada” ruptura institucional del 24 de marzo. En ese contexto, las empresas y los profesionales de la prensa no sólo venían siendo blanco de las medidas coercitivas gubernamentales sino que, al mismo tiempo, eran amenazados en un primer momento por las organizaciones armadas[4] y, a posteriori, por los grupos de tareas. Por ende, compartimos la propuesta de Avellaneda quien considera que la sistematización de un discurso censorio cultural en Argentina se inició en 1974 -luego de una fase previa de acumulación- habiendo sido la última dictadura la que acabó de delinearla hasta 1983, ya que en ese periodo el control de la producción y circulación de mensajes se vio fortalecida por una generalizada internalización del “concepto de censura ciega, ubicua, impredecible y, por lo tanto, inevitable”[5] que emanaba de los diversos niveles de vigilancia, visibles e “invisibles”, ejercidos por las autoridades: desde leyes y decretos hasta comunicaciones, memorándums, papeles sin membrete e, inclusive, recomendaciones informales, listas negras, etc. Obviamente, en ese clima signado por las sospechas y el temor, el periodismo fue una de las “víctimas privilegiadas”[6].
Analizaremos la posición institucional de tres de los medios que supieron resguardar su carácter “independiente” -al no asociarse al Estado en la empresa Papel Prensa S.A.- frente a las estrategias de un Estado terrorista, con la intención de realizar un aporte que permita valorar, desde otra perspectiva, el discurso de La Prensa, The Buenos Aires Herald y El Día acerca de los aspectos normativos vinculados a la problemática de la libertad de expresión. Nuestra intención, es estudiar su “voz institucional” como “actores políticos” -capaces de influir en su público, en el gobierno, en los grupos de interés y en la opinión pública en general[7]- sobre la legislación vinculada a los medios de comunicación implementada en la gestión de Videla, en el marco de “políticas comunicativas oficiales negativas” [8].
Del gran acuerdo al primer quiebre entre la dictadura y los medios
La noticia del golpe no fue una “primicia periodística” pues este tema se impuso en la agenda pública el mismo día del deceso del presidente Juan D. Perón[9] y el nivel de consenso en los diversos sectores de la sociedad civil fue madurado sobre todo por el papel amplificador que cumplieron los diarios, convencidos de que el asalto al poder por parte de los militares representaba la única solución. Al considerar que el país atravesaba por una “situación de excepción”, que requería de soluciones radicales para acabar con la “amenaza terrorista”, actuaron mancomunadamente con el gobierno en el control y selección de la circulación del material informativo, disposición que fue más fácil en los medios radiales y televisivos -por depender en su mayoría del Estado-, cuya vigilancia en el caso de los canales se organizó mediante la división tripartita entre las armas. En cuanto a los medios gráficos, un dato insoslayable lo constituye la reunión convocada por Videla el 1º de abril de 1976, a la que asistieron directivos de los más destacados diarios capitalinos[10]; encuentros que en adelante se llevarían a cabo con grupos reducidos de dos o tres periodistas.
La dictadura, entonces, no necesitó la creación de un cuerpo normativo vasto para ejecutar una política censoria que hizo extensiva a todos los ámbitos sociales, ya que disfrutaba del apoyo de los dueños de los grandes diarios y de un importante aparato legal heredado del justicialismo. Ese “paquete normativo” estaba conformado por la ley 20.840 de “seguridad nacional” o “ley antisubversiva” y los posteriores decretos 1273/75, 2770 y 2771 -los dos primeros ampliamente criticados por los tres matutinos aquí estudiados, no así los últimos que fueron eludidos en los espacios editoriales-, que ofrecieron un marco jurídico apropiado para concretar las políticas comunicativas negativas y consolidar la primer etapa de sistematización del discurso censorio durante la democracia[11]. El primer “aporte procesista” llegaría poco tiempo después cuando en junio de 1976 se sancionara la ley 21.322 -medida aprobada por La Prensa, que proponía se extendiera su aplicación a todos aquellos medios que expresaran una posición “totalitaria-; y con la sanción de la ley 21.459[12] que ampliaba los alcances de su antecesora 20.840[13]. El otro instrumento legal pergeñado por los militares, relacionado con los medios de comunicación -la Ley de Radiodifusión- deberá esperar cuatro años.
Evidentemente las autoridades ponían en práctica otras estrategias “persuasivas” -totalmente alejadas de la legalidad- pero que resultaban sumamente eficaces[14] para sus “objetivos sin plazos”. La dictadura fue prolífica en la instrumentación de mecanismos difusos e “invisibles” de presión, por lo cual muchas de sus disposiciones tenían el carácter de “documentación secreta”. Prueba de ello fueron las primeras disposiciones hacia los medios que se limitaban a una circular de la Secretaría de Prensa y Difusión de la Junta Militar, firmada por el capitán de navío Luis Arigotti, para reglamentar el manejo de los medios a la que se sumó, pocos días después, otra recomendación proveniente de la Secretaría de Prensa de la Presidencia. La llegada de las mismas a las redacciones denotaba la soberbia de las autoridades, ya que el comunicado se incluía en un “papel sin membrete ni firma que decía que a partir del 22 de abril de 1976 quedaba prohibido informar, comentar o hacer referencia a temas relativos a hechos subversivos, aparición de cadáveres y muerte de elementos subversivos"[15]. Por otra parte, en las altas esferas del poder militar se siguieron pergeñando medidas que pudieran hacer más eficiente su plan de amordazamiento. En ese sentido resulta interesante destacar dos informes vinculados directamente a nuestro objeto de estudio. El 26 de septiembre de 1977 el Secretario de Información Pública -Carlos P. Carpintero- presentó el “Plan Nacional de Comunicación Social 1977” , en el que después de realizar un minucioso análisis de medios de comunicación gráficos, radiales y televisivos, explicitaba sus objetivos básicos: “contribuir mediante la comunicación social a lograr que la población local y las áreas de decisión internacionales, adopten actitudes y conductas positivas de adhesión al Proceso de Reorganización Nacional”. En tanto el “Informe Especial N° 10” , elaborado por el Estado Mayor General del Ejército un mes más tarde, tenía como fin declarado: “estructurar un sistema integral que niegue, en el ámbito de los Medios de Comunicación Social, el accionar subversivo y asegure la plena vigencia de la propia cultura nacional”[16]. Documentación de esta naturaleza es muy difícil de encontrar, por la destrucción sistemática que hiciera de ella la dictadura, pero este hallazgo nos permite verificar la gran preocupación que tenían por el control de los medios de comunicación[17].
Así se fue conformando un cuerpo jurídico férreo con múltiples niveles de instrumentación que contribuyeron a materializar una censura “peculiar”. Por cierto, a la efectividad de esta política, también coadyuvó la instauración de un clima de temor generado a través de mecanismos invisibles de presión que incluían comunicados -el Nº 19 fue el primero-, circulares, disposiciones, papeles sin membretes[18], llamados telefónicos, confección de listas negras, etc., sumados a las amenazas, detenciones, mal trato físico-psíquico, asesinatos y desapariciones de hombres de prensa. La multiplicidad en los mecanismos de aplicación de las políticas comunicativas negativas resultó sumamente eficaz para que la censura impuesta se consolidara mediante la autocensura.
Por último, deseamos destacar que si bien todos los medios, como gran parte de la sociedad civil, coincidieron con los objetivos propuestos por los militares, no todos se posicionaron de igual forma en el devenir de la gestión castrense. Efectivamente, ya durante el transcurso del primer año del gobierno militar se puede advertir que los intereses ético/ empresariales de algunos diarios prevalecieron al principio de independencia, piedra fundante de la prensa al consagrarse como cuarto poder. De ahí que la publicidad de la conformación de la empresa Papel Prensa S.A. en mayo de 1977, integrada por La Nación, La Razón y Clarín -La Prensa fue invitada a participar pero se negó- y el Estado nacional, determinó que los tres medios estudiados empezaran, de diversa manera y en tópicos diferentes, a dudar acerca de las ventajas que podría depararles el “cheque en blanco” que habían entregado voluntariamente a los dictadores al iniciarse el “proceso”.
La denuncia editorial de los mecanismos invisibles y visibles de censura
Resulta evidente que la conformación de la empresa Papel Prensa S. A., más las víctimas cobradas por el Estado terrorista, permiten detectar un cambio paulatino y para nada homogéneo en el discurso de los tres diarios analizados, aunque resulta indiscutible que los tres no socios privilegiaron el análisis de las amenazas a la libertad de expresión. Así lo hemos expresado en otro estudio, a pesar del miedo, del silencio, de la complicidad de muchos y de la ceguera social imperante en este periodo, los tres medios, en particular El Día[19] y el Herald, denunciaron en los años del terror los abusos cometidos contra los hombres y medios de prensa[20]. A través del análisis de su discurso hemos podido verificar el tratamiento de las políticas censorias legales y también de aquellas otras “alternativas” en el intento de amedrentar al periodismo y a la sociedad. En ese sentido alertaron acerca de las presiones económicas a las que eran sometidas las empresas periodísticas (el aumento del precio del papel avivará un contundente y unánime reclamo de los medios estudiados en 1979 y 1980), sobre la falta de información oficial a través de los abusos cometidos por la agencia estatal Telam, además de reconvenir tanto las arbitrariedades cometidas por los interventores/ gobernadores con los diarios del interior (Salta, La Pampa, La Rioja, Río Negro, Córdoba, Corrientes y Chaco) como las efectuadas por el poder judicial o el mismo PEN contra revistas y medios de Capital Federal[21]. Las políticas de amedrentamiento hacia los periodistas hallaron igual condena en los tres matutinos. El “objetivo” intimidatorio era tan amplio que no discriminaba posiciones ideológicas, pues alcanzó a no pocos de los que con su prédica habían coadyuvado a la ruptura institucional[22].
Con respecto a la problemática abordada en este trabajo, debemos consignar que los diarios ante la sucesión de detenciones injustificadas, demandaban a la Junta para que efectuara las investigaciones y aclaraciones pertinentes. Para ello, a partir de 1978, reclamaron persistentemente la reinstauración del Estado de derecho. Ante este planteo los militares hicieron notar su imposibilidad/ incapacidad de encontrar una salida política que se vio reflejada en las “internas” que dividían a las Fuerzas Armadas[23]; la inviabilidad de la política económica para acabar con el problema inflacionario, los conflictos limítrofes[24] y la presión internacional por las violaciones a los DD.HH.; circunstancias que borraron en poco tiempo las esperanzas que brindó a los altos mandos el éxito publicitario alcanzado por el campeonato mundial de fútbol[25].
Las diversas prácticas intimidatorias continuaron a tal punto que permiten registrar tres niveles en la aplicación de mecanismos de “silenciamiento” sobre los periodistas: el asesinato, el secuestro y/o desaparición definitivas[26] y provisorias -pues en algunos casos legalizaban la situación del detenido- y, finalmente, las detenciones de periodistas acusados de haber transgredido alguna normativa, que fueron los menos. Las sospechas iniciales acerca de la responsabilidad del Estado de los atropellos contra el cuarto poder, se irían convirtiendo en certezas, y ante el asesinato de Rodolfo Fernández Pondal y la desaparición de Luis Guagnini, el Herald se animaría a denunciar que éste ultimo podría ser “víctima de ‘excesos’ de las fuerzas de seguridad (...) a casi dos años desde que las fuerzas armadas tomaron el poder para dar precisamente fin a todo esto” (30/12/77). En efecto, el medio inglés, colocándose a la vanguardia entre sus pares, comenzaba a esbozar un planteo editorial tendiente a la restitución del Estado de derecho, luego de las declaraciones oficiales efectuadas a fines del ’77 que habían anunciado el “fin de la subversión”. Esta petición, compartida por las columnas de los otros dos “no socios”, intentaba que la Junta pusiera coto a los “grupos de tareas”, denominados por la prensa mediante eufemismos tales como “el otro terrorismo” y “amplia área de ilegalidad”[27].
En la segunda estrategia que empleó la dictadura contra los hombres de prensa se podrían situar a aquellos que sufrieron privaciones ilegítimas de la libertad y luego fueron sometidos a proceso, aunque no por ello debieran sentirse amparados por la justicia como fue el caso de Antonio Di Benedetto, Raúl D’atri y Oscar Serrat, entre otros. Resulta útil mencionar aquí que el periodista de Clarín, Enrique Esteban, fue secuestrado por hombres armados no identificados[28] (27/7/78), circunstancia que permitió al Herald sentenciar: “la opinión pública se percatará pronto de que todo lo que ha sucedido es que la subversión está siendo reemplazada por el terrorismo institucionalizado” (30/8/78). Esta es la primera afirmación en la prensa que señalara al Estado como responsable, no ya de la acción de grupos aislados, sino de la implementación de un sistema de terror.
Resulta notorio que mientras el Herald y en menor medida El Día elevaran su voz para reclamar sobre la ilegalidad del presidio de muchos de los periodistas, o bien, sobre la falta de investigación por parte del Estado, el diario de los Paz se limitara, apelando al principio de autoridad de los organismos que nucleaban a la prensa (ADEPA), para efectuar escuetas referencias a la situación de los periodistas desaparecidos o para alertar acerca de la privación de libertad del director de La Idea de General Viamonte y parte de la redacción de El Independiente de La Rioja.
Hasta aquí, todos los mecanismos dispuestos para la represión ideológica podían ser “cargados” a la cuenta de los interventores provinciales o los “grupos de tareas”. Sin embargo, la dictadura videlista también aplicó en cuatro casos –según el registro editorial de los matutinos- todo “el peso de la ley”. Paradójicamente la primera intervención “legal” ejecutada por el PEN se produjo contra La Opinión (cerrado el 29 y 30 de enero de 1977 mediante el decreto 210[29]) uno de los medios que con mayor énfasis contribuyó a la instalación de los dictadores en el poder. La medida coactiva fue criticada de maneras diversas por los periódicos estudiados aunque coincidían en su improcedencia. A ella se sumarían las dos detenciones más resonantes, la de Timerman[30] y la de Cox. El arresto del director del Herald[31], acusado de violar la ley 21.322, por informar sobre la creación del Partido Montonero en Roma -noticia que ya habían publicado otros diarios- constituyó un dato certero para los medios acerca de la posibilidad de ser perseguidos también con la legislación[32].
Diferente fue la situación fue la de J. Timerman quien permaneció, en primera instancia, en carácter de desaparecido y luego accedió al “beneficio” de una detención “legal” siendo incluido en el Acta de Responsabilidad Institucional”[33], “razón” que prolongó su cautiverio hasta septiembre de 1979[34]. La “pena” implicó, no sólo la pérdida de la propiedad del diario[35], sino la de la ciudadanía, debiendo abandonar el país. Ante este caso, las tres columnas institucionales destinaron un lugar preponderante a las irregularidades evidentes de las alternativas “procesales” que padeció el despojado director de La Opinión[36] y peticionaron, esgrimiendo razones diferentes, su liberación.
A raíz de éste y otros casos -de menor trascendencia- el reclamo de los diarios para la derogación de la legislación restrictivas se hizo frecuente. Una reflexión interesante acerca de la correlación del marco normativo y el contexto histórico fue explicitada por el Herald al demandar la abolición de la 20.840[37]: “las leyes reflejan inevitablemente las costumbres sociales y las inclinaciones políticas de una sociedad en un momento dado, y deben ser modificadas de acuerdo con los cambios sobrevenidos en la atmósfera social, política y ética” (10/8/79). La variedad y arbitrariedad de los motivos de presión de las autoridades sobre la sociedad en general, y los comunicadores en particular, conducirían a éstos últimos a desconfiar acerca de hasta dónde podría llegar la dictadura. Las dudas sobre los ‘márgenes’ de “lo permitido” fueron expuestas en forma incontrastable por el matutino platense quien advertía a sus lectores que en “una regulación de límites tan vagos, se ejerce una contención excesiva, con auto anulación del espíritu crítico” (11/11/77), efectuando una alusión directa a la tercer forma de control que deriva de las estrategias censorias punitivas y preventivas: la autocensura.
Los “no socios”, hacia junio de 1978, fueron unánimes en el elogio de la derogación de los decretos 587/73[38] y 1273/75 (TBAH, 6/6/78, ED-LP, 7/6/78). No obstante ello, combinaron ese estilo con el explicativo especulando, sobre las posibles razones del gobierno militar para demorar su revocatoria, al tiempo que expresaban su deseo de que se concretara el discurso oficial favorable al ejercicio de la libertad de prensa en acciones consecuentes con el mismo. Esta demanda fue uno de los denominadores comunes de la posición institucional de los tres matutinos, presentando como argumento unívoco la imperiosa necesidad de derogación de la ley 20.840 -“una ley opresora y confusa” (LP, 27/7/79), “una peligrosa maleza que debiera ser arrancada de cuajo inmediatamente” (TBAH, 10/8/79)- pues no sólo su ambigüedad permitía el cierre de medios y detención de periodistas, sino también la volvía permeable para la adopción de acciones coactivas con las organizaciones defensoras de los derechos humanos[39]. Esa ley no sólo fue empleada por el PEN, sino también por los interventores provinciales, ante el vano reclamo de los medios, pues las autoridades militares se mantuvieron sordas a un pedido que resultaba incongruente con sus “objetivos sin plazos”.
La inminente presencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (6/9/79) si bien no concluyó con la represión[40] -hubo allanamientos en los locales de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre en agosto de 1979- permitió que se focalizara la información en torno a los desaparecidos y detenidos no procesados. Los matutinos estudiados coincidieron en su desagrado ante la presencia de la comisión aunque motivados por razones diferentes. La Prensa la consideraba una “declinación de soberanía ante un organismo internacional heterogéneo” (1/8/79); mientras los otros dos medios coincidían en que alimentaría la campaña “antiargentina” en el exterior perjudicando a nuestro país (ED, 25/4/79). El Herald iba un poco más allá y predecía que “sólo será posible mitigar la tragedia de los desaparecidos si el gobierno coopera de lleno con las organizaciones democráticas de derechos humanos en vez de tratar de mantenerse apartado de ellas” (3/6/79). De todos modos, esa incursión, sus entrevistas con dirigentes políticos, sindicales, miembros de la iglesia católica, representantes de los organismos de derechos humanos, y el posterior informe sirvieron para mantener en vilo a la opinión pública nacional e internacional sobre el angustioso tema en la Argentina, al tiempo que “oxigenaron” la participación cívica.
Los “no socios” se diferencian ante la “prometida” Ley de Radiodifusión
A poco de instalada la dictadura en el poder, los dos matutinos editados en castellano desarrollaron estrategias discursivas con el objeto de señalar, en materia de legislación sobre medios, cuál era el comportamiento que debía observar el gobierno de facto para conducir el país hacia la institucionalización, y será al promediar la gestión de Videla el momento en que se sumará Herald a esta “discusión”. En tal sentido, los “no socios” buscaron editorialmente, vincular el horizonte democrático a alcanzar, con la sanción de una legislación que garantizara la libertad de información y el desenvolvimiento de medios de comunicación privados, usando diferentes argumentos.
Tempranamente, comenzaría El Día a explicitar una estrategia que pretendía legitimar el rol a cumplir por los medios en un gobierno de facto. De este modo, puso de relieve la misión “mediadora” de los órganos de difusión entre el gobierno y la opinión pública, ante la proscripción de los partidos políticos y entidades gremiales. El matutino compartía aquel inicial planteo de “objetivos sin plazos”, siempre que se respetara el principio de autoridad brindado por la Constitución Nacional, al cual agregó las declaraciones de las autoridades respecto de la necesidad de contar con una “prensa independiente”[41]. Por su parte, La Prensa, amén de expresar su rechazo por el incumplimiento del principio republicano de dar a publicidad los actos de gobierno (conoció las pautas de la futura ley por medio de un “trascendido”), no dejó de mostrar su satisfacción porque en ellas se establecía que el sistema de radiodifusión constituía un servicio público, pero por sobre todas las cosas, porque este carácter le había sido “asignado” por los militares que derrocaron al gobierno constitucional en 1955, a cuya gestión en más de un aspecto, recurría para emplearla como principio de autoridad.
Para robustecer su estrategia privatizadora, El Día expondría críticamente las consecuencias de la falta de una legislación coherente con el objetivo democrático, destacando las restricciones sufridas por el destinatario del mensaje mediático, al señalar que por el sistema estatal imperante “el público argentino se ha visto marginado de la posibilidad de elegir”(10/12/78). Igual “ansiedad privatizadora” turbaba a La Prensa, aunque se sustrajera de la trascendencia que tenía esta ley para la opinión pública. Para reforzar su mensaje, ya no apelaría al decreto-ley de 1957 y a su inveterada costumbre de reivindicar la “revolución libertadora”, sino que desandaría el camino hasta la etapa fundacional de las comunicaciones por el éter: “la radiodifusión argentina se ha caracterizado, desde sus orígenes, por su oposición a los sistemas monopólicos”. Desde ese principio de autoridad exigiría al gobierno “la aplicación de una política seria y realista en materia de radiodifusión” a los efectos de “reintegrar esa actividad al cauce de la actividad privada” (24/11/79), que parecía ser su legítima dueña “despojada” por un Estado avasallador.
De este modo, serían dos en coincidir desde el espacio editorial con los “objetivos” enunciados desde las altas esferas del gobierno, aunque en algunas temáticas, como la que aquí estudiamos, comenzaran a fijarle “plazos”, señalándole sus “incoherencias”. Poniendo un particular interés en la equiparación de “medios privados” con “pluralismo de ideas”, El Día volvía a enarbolar como principio de autoridad, el espíritu liberal de la Constitución y los propios dichos castrenses. Evidentemente, insistía en la estrategia de poner a la dictadura “frente al espejo” de sus propias afirmaciones instándola al cumplimiento de la palabra empeñada. En tal sentido enfatizaría críticamente, sobre el tiempo transcurrido y la falta de materialización de los compromisos asumidos por “un proceso que tiene entre sus objetivos la restitución a la gestión privada” (7/2/80) de los órganos de comunicación. Aquí la inclusión del término “restitución”, como antes La Prensa empleó “reintegrar”, no puede ser interpretado sino como devolución a sus “legítimos” propietarios. Hacia el final el mensaje abogaba por que “la consecuente diversificación se constituya en un aporte real para el desarrollo de una verdadera democracia” (ED, 7/2/80).
Todo este andamiaje discursivo con el que se comenzó a “hostigar” al gobierno[42], fue el que con seguridad condujo al Herald, quien no venía editorializando en torno a la cuestión de la ley de Radiodifusión, a expresarse. Quizá el comportamiento de sus colegas, tan “oficialistas” a comienzos de la gestión de Videla y tan “opositores” hacia el final, haya provocado en el diario escrito en inglés una aguda observación, de esas a las que su público estaba acostumbrado. La disconformidad llevada al plano editorial, lo hacía corroborar lo que definiera, apelando a una suerte de “sociología doméstica” como una falencia nacional: “el paso del periodismo de la indiscutida aceptación de la excelencia del gobierno en general a la aparente convicción de que no sabe hacer nada correctamente es el principal obstáculo en la senda hacia una Argentina nueva y mejor” (11/7/80). Senda que indudablemente, no contemplaba necesariamente a sanción de la ley por la que luchaban los otros dos diarios. Irónico y mordaz, así como no escatimó críticas al gobierno o al comportamiento de la ciudadanía en los años más duros, en momentos en los que comenzaba a vislumbrarse una cierta apertura política, se mostraba altamente preocupado por el viraje de sus pares. Su intención además, era alertar sobre la reacción que esas criticas podrían despertar en los sectores más reaccionarios de las fuerzas armadas frustrando el tránsito hacia la democracia. El tono daba cuenta de la especial angustia con que vivía el Herald[43] la posibilidad de que se cerrara el camino hacia la institucionalización.
Se cumple el “plazo”: la sanción de ley 22.285
La inminencia de la sanción de la Ley de Radiodifusión[44], devolvió, aunque en distinta medida, la esperanza de que se cumplieran “plazos” para alcanzar los “objetivos” procesistas de desarticular el monopolio estatal en materia de radiodifusión. Por caso, el Herald, consideró que “el reciente anuncio del gobierno de que en los próximos años la mayoría de las estaciones de radio y televisión del país serán particulares es una noticia alentadora” (19/9/80) [45]. No escapaba a su consideración que si bien los medios gráficos tuvieron un férreo control inicial, cuya contraparte fue la aceptación de los “limites impuestos” en virtud de las coincidencias con la dictadura, eran sobre todo las emisoras radiales y los canales de televisión sobre quienes pesaba un mayor control, debido a la administración militar en la mayoría de ellos[46].
Por esos días La Prensa también expresaría su beneplácito pues “el restablecimiento de la vida republicana y democrática anunciada por las actuales autoridades está íntimamente vinculado con el proceso de la privatización de los citados medios de difusión”. Aunque no por ello, se sintiera obligada a brindar su total aceptación, fustigando duramente el tiempo que demandaría la concreción del traspaso a manos privadas de las emisoras, ante lo cual, volvería a esgrimir como principio de autoridad los “logros” de la revolución libertadora que sólo tardó “dos años y medio para poner en manos de particulares 17 de 55 emisoras de radio”. En tal sentido, la dictadura procesista sacaba la peor parte pues, según los “plazos” de la nueva ley, en los “32 meses previstos para el proceso de licitación habrán cumplido ocho años de ejercicio de la función pública”. Finalmente observará en la norma, una seria contradicción con la Constitución, por cuyo acatamiento también velara en virtud de su fe republicana, señalando que mientras la ley 22.285 establecía que “la libertad de información tendrá como únicos límites los que surgen de la Constitución”, también prescribía la prohibición de transmitir comentarios de carácter político en las emisoras oficiales, perturbando el tránsito hacia la institucionalización, pues “la aludida prohibición no contribuirá a reanudar las prácticas de la vida republicana y democrática” (22/9/80).
Finalmente, a diferencia de sus pares “no socios” que lo hicieron a la brevedad, El Día recién editorializaría a un mes de la sanción de la ley[47]. El título de la nota, “Sólo un punto de partida”, parecía más una advertencia que la celebración de la anhelada medida legislativa por la que tanto bregara. Las dudas que le provocaba se centraban en los alcances del artículo 18 que, si bien establecía como únicos límites de la libertad de información a la Constitución y a la presente ley, decía además: “la información ‘deberá ser veraz, objetiva, y oportuna’, y su tratamiento deberá evitar que ‘el contenido de ésta o su forma de expresión produzca conmoción pública o alarma colectiva”(12/10/80), ya que argumentaciones como éstas podrían ser empleadas para restringir la libertad de prensa. Otro aspecto que fustigó fue el elevado número de artículos -114- que contenía la norma, considerándolo como un posible “exceso” de reglamentarismo.
La sanción del decreto 286/81, reglamentario de la ley, no tuvo mejor acogida en los medios aquí analizados[48]. Con la contundente metáfora que daba título a su editorial: “Los medios encadenados” el Herald sintetizó su concepto de la norma. Si bien desde siempre manifestó una relativa preocupación en su columna editorial acerca de los aspectos regulatorios referidos a los medios, la sanción de la ley en la materia y sobre todo la promulgación del decreto de ejecución, operaron como el acicate necesario para despertar su interés. Así en un artículo de antología, iría desagregando uno a uno, los aspectos negativos de la administración castrense, sobre todo en el medio televisivo: noticieros censurados, programas políticos dirigidos, propaganda oficial en exceso, baja calidad de la programación, altas erogaciones afrontadas, en síntesis los “objetivos sin plazos” declarados en 1976, por lo menos en el ámbito de la comunicación, seguían sin cumplirse. Como estrategia efectista, no desusada por este medio para analizar el comportamiento de la dictadura en otras áreas de la gestión, llegó a compararla en este tema con las medidas censorias aplicadas por José López Rega[49]. Respetuoso de su tradición, la crítica aguda no le impedía visualizar los aspectos positivos de la norma, por ejemplo que asegurara un espacio a los partidos políticos durante las campañas electorales. Tampoco dejaba de advertir “que cualquier gobierno electo debe prioritar un exhaustivo reajuste de estas reglamentaciones tan paternalistas como restrictivas y que tanto acogotarán a los medios electrónicos de difusión” (21/2/81).
En tanto, La Prensa mantuvo la misma posición editorial expuesta ante la sanción de la ley, retomando su cuestionamiento a los plazos previstos para la privatización de las emisoras de radio y los canales de televisión. En tal sentido, comparaba a Videla con la dictadura de Aramburu-Rojas, para finalmente advertir que los medios “continuarán subordinados en su actividad artística e informativa a un desmesurado círculo de exigencias, de las cuales no podrán apartarse sin riesgo de ser observados o sancionados” (23/2/81). Tal aseveración, prevenía sobre los aspectos limitativos para el libre desenvolvimiento de los medios orales y audiovisuales.
A modo de conclusión
En el presente trabajo hemos podido apreciar como los tres medios “no socios” del Estado comprendieron, en la medida en que “sufrieron” el accionar dictatorial, que aquellos “objetivos” procesistas, a los que habían adscrito inicialmente, no condecían con el tratamiento deparado a la prensa.
Con relación a las estrategias esgrimidas por los tres matutinos para criticar los abusos del estado terrorista contra la libertad de prensa, podemos decir que el Herald y El Día se preocuparon por denunciar durante la gestión videlista los múltiples mecanismos censorios e intimidatorios, fuesen directos-visibles o indirectos-invisibles. En tanto La Prensa, si bien en menor medida, se sumó al reclamo por la abolición de la legislación represiva creada por Isabel Perón, dado que serviría de sustento a una circunstancial utilización por parte de la Junta Militar que privilegiaría una metodología ilegal.
Evidentemente los diarios ante el “desgaste” sufrido por la “imagen” de una dictadura que perseguía, desaparecía y asesinaba periodistas y clausuraba medios comenzaron a bregar en favor de la restauración del estado de derecho. En particular, La Prensa y El Día entendían que la sanción de una nueva ley de radiodifusión que garantizara el traspaso a manos privadas de las emisoras de radio y canales de televisión administrados por el Estado, era indispensable para alcanzar esa meta. No obstante ello, la sanción de la norma y su reglamentación no satisfizo las expectativas de ninguno de los tres, no solo por los contenidos potencialmente censorios sino porque su aplicación demandaría un lapso prolongado. El Herald, por su parte, se abstuvo de analizar la ley en cuestión hasta 1981, acaso por considerar que no era indispensable para la institucionalización del país; alertando, en cambio, sobre los posibles alcances de esta legislación ‘paternalista’ independientemente del carácter del gobierno que la aplicase.
En suma, podemos aseverar que los periódicos aquí estudiados utilizaron el cuestionamiento de la propiedad de los medios con el fin de señalar el incumplimiento de los “objetivos” fundantes del proceso a la vez que aprovecharon para introducir en la agenda editorial la dilación de los “plazos”.
Notas
* El presente trabajo se inscribe en el Proyecto de Investigación. “La voz institucional de los ‘no socios’ del proceso militar: Los editoriales de La Prensa, The Buenos Aires Herald y El Día (19/05/1977-02/04/1982)”, dirigido por el Lic. César L. Díaz e iniciado el 01/01/02 en el marco del Programa de Incentivos a Docentes e Investigadores. Forman parte del equipo de investigación: Mario J. Giménez, Ma. Marta Passaro, Martín Oliva y Sebastián Tutino.
[1] CAMAÑO, Juan C. (Introd.) Los periodistas desaparecidos, Bs. As., UTPBA-Norma, 1998, p. 11.
[2] O’DONNELL, Guillermo. Contrapuntos, Buenos Aires, Paidós, 1997, pp. 133-164.
[3] SHOR, Raúl. Historia y poder de la prensa, Barcelona, Editorial Andrés Bello, 1998, p. 22.
[4] C. Díaz, M. Giménez, M. Passaro. “La libertad de expresión entre dos fuegos 1974-1976” , en Oficios Terrestres. FPCS, 2001, Año VI, Nº 9/10, pp.111-123. Acerca del tratamiento editorial de otros medios sobre la violencia puede consultarse: C. Díaz, M. Passaro. “La guerra del papel: La Prensa y la guerrilla en la dictadura militar 1976-1977” y C. Díaz, M. Giménez. “Los grupos armados ‘en la mira’ del Herald 1976-1977". En: IV Endicom/Enpecom, Montevideo, 2001.
[5] Andrés Avellaneda. Censura, autoritarismo y cultura: Argentina 1960-1983. Buenos Aires, CEAL, 1986, T.1, p. 19.
[6] C. Díaz, M. Giménez, M. Passaro. “Una de las víctimas privilegiadas del ‘proceso’: la libertad de expresión”. En: Anuario de Investigaciones 2001. La Plata, FPCS, 2002, pp. 18-29.
[7] Héctor Borrat. El periódico, actor político. Barcelona, Gustavo Gilli, 1989, p. 10.
[8] H. Borrat Ibídem, pp. 50-53 define como “negativa” a las medidas de control y fiscalización (censura previa o "preventiva" y censura posterior a la publicación o "punitiva"), prohibiciones, normativas restrictivas, además de la aplicación de sanciones indirectas, como son las presiones económicas ejercidas sobre los diarios (crisis financieras, ausencia de publicidad) o la falta de información oficial.
[9] César Díaz. La cuenta regresiva. Buenos Aires, La Crujía, 2002, p. 68 señala que “desde ese mismo día se empezó a escuchar con alguna insistencia rumores referidos al ‘golpe”.
[10] Según Eduardo Blaustein, Martín Zubieta. Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el proceso. Buenos Aires, Colihue, 1998, pp. 124 y 126, concurrieron: Horacio Rioja y Héctor Magnetto (Clarín); Patricio Peralta Ramos (La Razón); Bartolomé Mitre y Bartolomé Mitre (h) (La Nación); Alberto Gainza Paz y Máximo Gainza Castro (La Prensa); Jacobo Timerman (La Opinión); Luis Clur (La Tarde) y Héctor Ricardo García (Crónica).
[11] Véase C, Díaz, M. Giménez, M. Passaro. “Una de las víctimas... ” Op. Cit.
[12] Sancionada el 10/11/76, decía en la nota de elevación al dictador Videla “el proyecto elaborado adecua las sanciones actualmente previstas por la ley 20.840, elevándose su monto, al mismo tiempo que se perfecciona la tipificación de otros delitos, de modo de adaptarlos de mejor manera a la realidad ahora vigente”. Anales de Legislación Argentina 1976. Buenos Aires, La Ley, 1976, T. XXXVI-D, pp. 2893-2894.
[13] Aumentaba las penas y ampliaba el número de personas a criminalizar.
[14] “La dictadura utilizó una serie combinada de acciones. Por un lado, la represión directa sobre la cultura. En segundo lugar, la represión implícita, (...) tal general e irracional que nadie podía tener seguridad sobre los prohibido y lo permitido. (...) En tercer lugar, la represión física directa”. En Eduardo Duhalde. El estado terrorista argentino. Buenos Aires, Eudeba, 1999, pp. 249-251.
[15] Andrew Graham-Yooll. Memoria del miedo. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1999, p. 126.
[16] Hernán Invernizzi y Judith Gociol. Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar. Buenos Aires, Eudeba, 2002, pp. 33 y 45.
[17] Un trabajo que analiza esta problemática en América Latina, en el mismo periodo, puede consultarse en César Díaz. “Relaciones Peligrosas el eterno desencuentro entre el poder político y la libertad de expresión en Latinoamérica. El caso argentino en los ’70”. En Diálogos de la Comunicación. Perú, FELAFACS, Nº 66, junio 2003, pp. 29-41.
[18] Robert Cox, director de The Buenos Aires Herald testimonia que al indicarles desde el gobierno que no podían hablar sobre las desapariciones que se producían pidió que el Ejército hiciera esa exigencia por escrito: “Andrew [Graham-Yooll, columnista de ese medio] fue a la Secretaría de Información y vino con una hoja de papel, que ni siquiera tenía un membrete. Era un pedazo de papel con la información y no tenía una firma. Era una advertencia, pero si bien no tenía ningún valor legal servía para atemorizar y silenciar a la prensa”. En: David Cox. En honor a la verdad. Buenos Aires, Colihue, 2002, p. 35.
[19] Sobre la estrategia editorial del matutino platense para denunciar los atropellos contra la libertad de expresión puede consultarse C. Díaz (dir.), M. Giménez, M. Passaro. “La intolerancia militar y la problemática comunicacional desde la perspectiva de El Día”. En: V Congreso Red-Com. La Comunicación, los Medios y las Nuevas Tecnologías. Universidad de Morón, 15 y 16 de agosto de 2003.
[20] Un análisis más explícito sobre las denuncias editoriales de los tres diarios ante los ataques a periodistas y medios puede consultarse en C. Díaz, M. Giménez, M. Passaro. “Las tres columnas que no pudo avasallar la dictadura militar”. En: Anuario de Investigaciones 2002. La Plata, FPCS, pp. 163-174.
[21] El Herald, por caso informó las confiscaciones temporales de revistas ‘frívolas’ como Siete Días (29/1/80, 9/9/80), Radiolandia 2000 (9/9/80), Playboy (18/1/80) y otras de izquierda como Informe e Imagen de Nuestros Días “por difundir la ideología marxista y promover la lucha de clases” (11/2/81), además de consignar sobre los medios que sufrieron atentados como los intentos de incendio en El Día y El Popular (9/9/80) y el taller de impresión de Cogtal (24/3/81).
[22] Entre los que dieron cuenta los “no socios” podemos citar a Enrique Llamas de Madariaga y Mariano Grondona (golpizas y secuestro), a Heriberto Kahn (recibió misivas y llamados) y José Ignacio López (sufrió un atentado con explosivos). También sufrieron secuestros prolongados Roberto Vacca, Mario Mactas y Oscar Blotta. La continuidad de “tácticas intimidatorias” tuvo como consecuencia el abandono del país de Robert Cox y su familia en diciembre de 1979, pérdida lamentada unánimemente por los tres matutinos, quienes criticaron el desinterés del gobierno por investigar un tema que no parecía figurar entre “sus objetivos sin plazos”: brindar seguridad a los periodistas. El sucesor de Cox, James Neilson y su familia también serían amenazados de muerte además de haber padecido el estallido de una bomba en la puerta de su domicilio, logrando la consecuente solidaridad de los dos colegas “no socios”. La Prensa (22/7/80), El Día (20/7/80). Recuérdese que J. Neilson era colaborador del matutino platense.
[23] Esta puja se desarrolló entre el presidente y el comandante de la Armada, almirante Eduardo Massera, además de la propia del Ejército entre los “blandos” que representaba el presidente y los “duros”, generales Benjamín Menéndez, Carlos Suárez Masón y Ramón J. Camps.
[24] Un análisis sobre el abordaje editorial de La Prensa frente al conflicto con Chile por el Beagle puede verse en C. Díaz, M. Giménez, M. Passaro. “Una guerra que no fue. Los editoriales de La Prensa sobre el conflicto limítrofe con Chile (1977-1979)”. Ponencia presentada en III Congreso de Comunicadores, UCA, 2002.
[25] Véase C. Díaz. M. Passaro. “El amargo sabor del éxito. El mundial 78 a través de las columnas editoriales no complacientes”. En Tram(p)as de la Comunicación. La Plata, FPCS, Nº 22, febrero 2004, pp. 43-57.
[26] Los siguientes son algunos de los casos denunciados editorialmente por los medios estudiados: Haroldo Conti y Zelmar Michelini (1976), Rodolfo Walsh, Edgardo Sajón (1977), Julián Delgado (1978), Horacio Agulla (1978).
[27] Ante el asesinato de H. Agulla, director de la revista Confirmado que extrañamente, como ya hemos destacado en “Las tres columnas...” Op Cit. no fuera consignado en la lista confeccionada por la UPTBA; El Día advertía: “el gobierno tiene el deber de asegurar un mínimo orden y legalidad que aún no existe aquí ni ha existido en muchos años” (1/9/78). Por su parte el Herald sentenciaba: “La ley debe ser absoluta y abarcarlo todo. Del mismo modo que el terrorismo no puede ser derrotado totalmente si se utilizan las tácticas del terrorismo, la democracia moderna y estable que las fuerzas armadas están tratando de crear, no puede ser concretada si la ley no se aplica de manera total” (27/9/78).
[28] Pablo Llonto. La Noble Ernestina. Buenos Aires, Astralib, 2003, p. 137.
[29] Dicha medida enfatizaba que el medio sancionado tendía “a desprestigiar, por vía de inferencia la imagen de las Fuerzas Armadas de la Nación, acusándolas indirecta y veladamente de actitudes violatorias de los derechos humanos”.
[30] Sobre la repercusión internacional de este caso consúltese Graciela Mochkofsky. Timerman. El periodista que quiso ser parte del poder. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
[31] Maud Daverio de Cox, Eduardo G. Wilde. Salvados del infierno. Salta, Gofica, 2001, p. 61.
[32] Recuérdese que hasta el socio del Estado, La Nación fue víctima de una reconvención por haber reproducido información de la agencia TASS en 1977.
[33] Esta medida, aplicada el 10/11/77, dejaba en suspenso todos los derechos civiles de los acusados (distintos funcionarios del gobierno peronista y a dirigentes políticos y gremiales vinculados a ese partido) “congelando” todos sus bienes mientras se investigaba si habían sido legalmente adquiridos.
[34] Jacobo Timerman. Preso sin nombre, celda sin número. Buenos Aires, El Cid Editor, 1982.
[35] Puede consultarse Fernando J. Ruiz. Las palabras son acciones. Historia política y profesional de La Opinión de Jacobo Timerman (1971-1977). Buenos Aires, Perfil, 2001.
[36] El poder ejecutivo intervino el diario La Opinión, mediante el decreto 1515/77, designando el 25/5/77 como interventor al general (RE) José Teófilo Goyret.
[37] Nótese que la ley se aplicó en 1979 para justificar las detenciones de Riobó Caputo, director de El Litoral de Santa Fe (julio) y el secretario general de La Opinión de Rafaela, Emilio José Grande (agosto).
[38] Este decreto fue abolido, con seguridad, por la celebración del campeonato mundial de fútbol, aunque, como podemos apreciar, ya se estaba disputando. La misma impedía a las agencias extranjeras difundir la información local dentro del país.
[39] Véase Marcos Novaro, Vicente Palermo. La dictadura militar 1976/1983. Buenos Aires, Paidós, 2003.
[40] Alberto Fontevecchia, detenido el 6/1/79 reconocería las posibles causas de su supervivencia: “seguramente si me hubieran secuestrado en aquellos años [1976-1978] no hubiera estado vivo. Ahora, cuando a mí me secuestran, ya era el final de la etapa de la represión y todos los medios internacionales publicaron la desaparición del director de un medio de comunicación en la Argentina”. En: Fernando Ferreira. Una historia de la censura. Buenos Aires, Norma, 2000, p. 391.
[41] Seguramente por ello, prevenía admonitoriamente a éstas: “la redacción de una ley de prensa es un camino en cuyo tránsito está constantemente presente el peligro de caer en la coerción que deforma, y su sola existencia puede suscitar la desconfianza del público en cuanto que las noticias que recibe no reflejan con exactitud la realidad” (6/7/76).
[42] También lo hacían en el plano económico, educativo y de la política internacional.
[43] Las amenazas recibidas por el director y su familia, en los precisos momentos en los que reflexionaba respecto de la actitud de sus pares, seguramente contribuyeron a darle tono a su mensaje.
[44] Sancionada el 15 de septiembre de 1980. Anales de la Legislación Argentina. Buenos Aires, La Ley, 1980, Tomo XL-D, pp. 3902-3922.
[45] Puede consultarse Julio Ramos. La Prensa atrasada. Buenos Aires, Fundación GADA, 1996, p. 127, “allí apareció el principio clave de la libertad de expresión (...) prohibir ser dueño simultáneo de prensa gráfica y medio de ondas”.
[46] Si bien, la censura afectaba a todos los medios, haberse desempeñado en una radio privada –Continental- fue para la periodista, Magdalena Ruiz Guiñazú haber contado, en esos años, con el apoyo de la empresa ante distinto tipo de “presiones”. Puede consultarse Fernando Ferreira. Op. Cit., p. 243.
[47] Puede consultarse C. Díaz (dir.), M. Giménez, M. Passaro. “El Día y las cuentas pendientes con la dictadura: desde Papel Prensa hasta la Ley de Radiodifusión”. En: IX Congreso de Historia de los Pueblos de la Provincia de Buenos Aires, Pinamar 10 y 11 de abril de 2003.
[48] Recuérdese que el 13 de marzo de 1981 entró en vigencia el Plan Nacional de Radiodifusión (PLANARA) que establecía un programa progresivo de adjudicación de licencias de radio y televisión en todo el país hasta el año 1984, que no fue cumplido. Véase Leonardo Mindez. Canal Siete. Medio siglo perdido. Buenos Aires, Ciccus La Crujía, 2002, pp. 79-81
[49] Acerca de las decisiones sobre medios de comunicación que le cupieron a este nefasto personaje véase. Marcelo Larraquy. López Rega. La biografía. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.